Frente a un
viejo que mendiga con extrema suficiencia uno puede sentir el dolor de ese otro
ser y darse cuenta que es cierto: todo puede ser considerado como una
diferencia de grados. Es decir, los sentimientos humanos tienden a ser
parecidos y las situaciones por las que atravesamos sólo constituyen una cuestión de
distancia. En eso radica, en último término, la diferencia entre unos y otros.
En ese nivel de realidad,
lo que diferencia los grados de proximidad entre unos y otros es el nivel de
sensibilidad que cada uno puede desplegar. Las consideraciones que estructuran
cierta sensibilidad tienden a ser la herencia que sujeta a la persona en el
momento en que debe desarrollar un determinado tipo de empeño por sobrevivir y
permanecer. Las sensaciones, por su parte, la gran mayoría de las veces, tienden
a responder a las ideas que guían en la superficie nuestro accionar. Pero, por
supuesto, las ideas no son idóneas para abarcar a las emociones y, entre unas y
otras, existe una franja inmensa que permanece descontrolada y en funciones. Se
trata del cuadro energético, ese que irradia el individuo y lo sobrepasa desde que
crea determinadas realidades en su entorno, y por ende afecta a un determinado
grupo de seres que tienen un contacto más o menos cercano -e incluso indirecto-
con el individuo en cuestión.
Por todo esto, los fenómenos humanos son de lo más complejos. Pero esa tremenda complejidad tiende a ser negada por las personas. El motivo es que aceptarlas supone asumir un grado enorme de incertidumbre y, en lo fundamental, la falta de certezas no ayuda a establecer un sistema de dominación útil para alimentar a quienes dirigen ese conjunto.
Y más allá,
las estructuras de dominación de cada individuo exigen establecer un relato que
cierre determinada historia. Esa que tiende a formular un
sistema de dominación que pretende unificar ciertas bandas de emociones hacia ciertos
discursos más o menos conocidos.
En suma, es
interesante vislumbrar la distancia que existe entre las emociones de unos y
otros según el lugar que cada uno ocupa y, en lo fundamental, es interesante atender a la distancia
que establecemos entre nuestra emoción y nuestro discurso. O más bien: cómo nuestro discurso le habla en realidad a nuestra emociones.
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