Si cada
persona es un compendio
de energías y a
la vez recibe
de manera
continua otras energías
que a cada
instante producen
alteraciones
en ese compendio,
la
representación de esas energías
constituye un
canal inexorable
y a la vez
determina que el acto en sí
-ocurrido en
cierto tiempo y espacio-,
sea el punto
que más acerque al hombre
-condicionado
por la necesidad de representar
energías-, a
Dios, existencia sin condicionamientos
de ninguna
índole, fuerza primigenia, libre y
omnipotente,
que se representa a sí mismo,
mientras que
el hombre tiende a representar
algo diferente
a sí mismo, dado que es un cúmulo
indeterminado de
potencias que pugnan por establecer
-sin demasiado
éxito- un sentido. Pero, por supuesto,
Dios está en
todas las cosas y a la vez en ninguna,
porque es una
afirmación que se manifiesta
en postulados
diversos pero jamás llega a materializarse.
Es decir, Dios
es el mundo energético por excelencia:
una dimensión
equívoca que -para ser aplicado a cierto
tipo de
dominación- trae un sistema de premios
y castigos según
quienes dicen qué es
lo que pretende y qué ha
señalado.