domingo, 12 de julio de 2015

Amanece en el pueblo


Amanece. El día es nublado y la noche
fue, si me pongo dramático, cruel.
Uno debe tenerse paciencia.
Paciencia en todos los sentidos.

Las pisadas tiene esa fascinación
en casi todos. Una tras otra, arman 
un camino, un rumbo. Son importantes.
Miro el río. En esta parte es hermoso.
Pega un codo el caudal y el ritmo del agua
parece disfrutarlo. Los peces, si es que están, saben algo. 
Lo mejor del paisaje es el puente.

Las víctimas de la violencia, cuando pasan frente
a la iglesia, se persignan y en sus calles de barrio
los perros parecen más atentos que en el centro.

Los carteles que anuncian los comercios
tienden a deprimirme. Lo mismo los autos
demasiado fantásticos, demasiado nuevos.
Prefiero los intermedios.

En el campo las labores se emprenden
con una alegría indecible. Lo supongo
porque no he trabajado demasiado
con las manos. Debería, me repito.

Los árboles en este lado del pueblo
son fabulosos. Una cantidad de años 
los vuelve estoicos y magníficos.

Qué lindo es cuando encontrás
la voz. Pero uno nunca está seguro 
de haber alcanzado tamaña proeza.

Como tampoco uno sabe a qué género 
pertenece lo que escribe. Ahí pasan unas palomas. 
Son grandes. Vuelan en el cielo perlado y otra,
ubicada en un árbol, canta con ese canto 
que es como un lamento. Son preciosos.

Ahí está el negocio de pastas que fascinaba
a mi abuelo. Servían los ravioles con un pollo
entero. Algo extraño, una costumbre
que se perdió.

Después, está lo de Fabianich. Todavía siembra 
batatas. Una tarea trabajosa.

Y más allá, lo sabido: la construcción de tres pisos 
que era un puterío, orgullosa, a las espera 
de más acontecimientos.

Los diarios deberían leerse sin mucha atención. 
Como de hecho se leen. El cementerio, con ese manto 
de putrefacción, evoca el tiempo de una niñez perdida.
Debo recuperarla, me digo.

Conocí un pintor que le pasaba lo mismo: 
no sabía si lo que hacía era un logro o no. Es porque 
le das demasiada importancia al producto
sentenció mi abuelo.

Llego a lo de mi tía. Fredy, el casi grandanés
me saluda. Son almas fraternales ese tipo de perros 
¿por qué? Dejo el portón como estaba, abierto.
Ella está en el fondo. Toma un mate, como siempre.
Y más en los días de invierno grises en cierta forma
pesados, víctimas de un extraña melancolía
que ya no siento.


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Un silencio que ni los perros rompen

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