lunes, 28 de julio de 2025

Barra de Tijuca

 Río de Janeiro Hoy todo más tranquilo. Ayer domingo hubo demasiados ruidos alrededor del departamento que ocupo frente al mar en Barra de Tijuca. Primero, gente en la playa a la madrugada, cuando llegamos cerca de las tres y media. Gritaban de tanto en tanto. Después, tan temprano como las siete, una maratón que generó bullicio, o más bien gritos, gente que alentaba a los corredores. Con todo, pude dormir un poco más hasta las diez y media. Desayuno frente a un mar potente y dos islotes de donde salen a pasear pájaros muy grandes. Debería averiguar de qué especie son, pero prefiero dejar su nombre en el plano de lo desconocido para preservar su encanto. Bajamos a la playa pasadas las doce. Mucha gente va y viene: es domingo, hay sol, hace calor, y muchos desean estar junto al mar. Rodrigo, dice llamarse un hombre que insiste en alquilarnos sillas y sombrilla. Su intervención termina por ser efectiva: planta todo en primera fila y empezamos a disfrutar del día. Primeros baños. Cerca de la orilla se forman piletas naturales donde se puede nadar con tranquilidad. Luego viene un banco de arena y más allá la rompiente. No me animo a llegar hasta allí: las olas están grandes y, a diferencia de otros tiempos, no tengo ganas de lidiar con las corrientes. Un avance. Pero con lo que no avanzo es con la perturbación que me generan ciertos cuerpos deseados. Otra vez esa espectacularidad, esa belleza que en mi interior se magnifica sin que sepa bien por qué, me sumerge en deseos imposibles, que siempre parecen exceder mis posibilidades. Incluso, como tengo presente, cuando ese deseo alguna vez se realizó —cuando accedí al cuerpo soñado— el deseo pronto se desplazó hacia otro cuerpo. Sé que es una lógica humana más vieja que la rueda: ese tren inconducente del deseo por un objeto exterior que nunca termina resolver algo en el interior, donde haría falta otro tipo de respuesta. El problema es que esa respuesta nunca se muestra. Permanece apenas como un discurso —hay que iluminarse, por ejemplo— pero nunca perfora la capa donde anidan los sentimientos, que son más arcaicos, infantiles, y duermen en una cueva impenetrable.

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