En las afueras de un pueblo
en Castilla La Mancha,
al volver a nuestra mesa desde el mirador,
contemplamos unos cuervos que devoran
las sobras de nuestro almuerzo.
El panorama es frío y árido;
la fuerza del negro de los pájaros
sobre la tierra, adelante del cielo,
vuelven la escena -más si consideramos
que en mi tierra no se ven cuervos-
un espectáculo perturbador.
Como el sentido de las cosas está determinado
por inquietudes, cuesta dar con escenas
que nos acerquen a convicciones personales
más que a resabios atávicos.
Unos cuervos
que generan mundos presentidos
son entonces algo ominoso.
La fuerza de los pensamientos tiende a subirse
a mecanismos arbitrarios y falsos.
Supersticiones que quiero dejar de lado.
Luchas de poder se juegan en nosotros
para garantizar certezas útiles.
Precisamos tranquilidad, me digo,
y lucho contra la imagen de los cuervos
que permanece después de idos.
Sé que va a pasar. Sé que cuando frente a los peligros
advertimos que no hay certezas, en soledad,
quedamos en busca de un proceso
creativo que nos ayude.
Y la ayuda viene a cuenta gotas.