domingo, 8 de diciembre de 2019

Estaba en Venecia

Las siete en punto.
Una mujer apurada llega a una escuela
a la que acompaña una iglesia inusualmente estoica.
Amanece. Supongo que es una maestra.
El día nublado y de un silencio completo.
Las formas en mi mente, emergen tensas.

Mis historias, por fin lo veo con claridad,
flotan adheridas a las de mi padres.

Y las de mis padres adheridas a las de los suyos.
Y así. O tal vez mis propias vivencias,
mezcladas con las de mis padres,
y la forma como vivo sus puntos,
es lo que cala hondo en mí.

En todo caso, las vivencias son muchas
y extrañamente complejas.

Veo un pequeño cementerio en ese punto.
Y uno está arriba, a veces abajo,
sumergido en la necesidad de otorgar
un sentido, una vocación, algo que los defina
para que los días queden entendidos, justificados,
libres de mezclas, y así de impurezas.

Y tengan un sentido inmenso,
grande, libre y por fin redimido
en una fabulosa consagración
que nos hará subir a los cielos,
a donde subió quien después fue adorado
y en nombre de quien se hicieron
todos los hilos del mundo.

Miro el canal y supongo que también
ahí, ajenos y mudos, nadan unos peces.
¿Más tristes o más felices que uno?
Las categorías que mi mente
se empeña en rescatar
para ordenar las piezas.

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