Ves los juncos.
Los últimos pájaros
pasan en el cielo.
Se va de a poco la luz
mientras la luna sube
sobre el agua azulada.
Una garza, ajena al fin del día,
camina sobre plantas flotantes
y te encanta.
Por fin eso aquietado
en el medio del paisaje
es algo perceptible.
Te vas a levantar
en el medio de la noche,
y en el medio de la noche
vas a sufrir una zozobra
que te va a llevar a un período
en que debía irse, lo que no podía ser,
y vos, tenso por la fuerza,
no eras capaz de saber
dónde estaba la medida
de eso que debemos arbitrar
como jueces tantos deseos.
De vuelta a tu casa,
pensás: un día nublado
un viernes igual
a tantos otros.
Fuiste al trabajo, solitario,
almorzaste en la oficina,
enfrentaste las obligaciones
y, en el medio, quisiste
detenerte un poco a meditar.
Después, intentaste darle
un sentido al tiempo.
Para eso miraste
los árboles en la plaza.
Son esculturas, se te ocurrió.
Esperabas a un amigo
que se detuvo unos minutos
y enseguida se fue
porque se escucharon
los primeros truenos.
Y más tarde, escribiste
para encaminar esa
zozobra incierta.
Y después te tocó buscar el sueño.
En el agua no querías
estar separado del cuerpo.
Estabas limpio, ibas,
recalabas en el fondo,
subías entre algas, verdes,
fluorescentes, larguísimas;
emergías, eras capaz de ver
lejos. O eso te pareció
por instante.
Deberías también recordar
que en el bosque un día,
hubo un silencio increíble
y vos seguiste camino
hasta el mar.
Naciste con el píloro tapado
y no pudiste comer por varios días.
Hasta que un médico,
de nombre Gianantonio,
decidió operarte
y te salvó la vida.
En el medio de la noche,
acelerado por los sueños,
intentaste meditar pero,
aunque el viento era más fresco
y la tormenta inminente,
seguías inquieto.
Más tarde, fuiste con tu hijo
a pasear en bici.
Pasaron por donde te propusiste
agradecer mucho más.
Estabas esperanzado
con que algo dentro tuyo
iba a sentir la necesidad
de cambiar.
Estabas en un museo,
frente a una escultura
que habías hecho
de joven.
El sueño era en Florencia.
Ya más cerca,
descubrías los defectos
de las manos de esa mujer
y, parado con otras personas
frente a la piedra,
no podías mejorarla.
Vas en el auto,
el aire es templado,
la noche quieta,
los grillos cantan,
los plumerillos
apenas se mueven.
El camino de tantos días
ahora es un palacio
en la montaña.
Y te acordás de un mundo
que no era demasiado lindo
y está roto.
Vas en el auto,
el aire es templado,
la noche quieta, los grillos cantan,
los plumerillos apenas se mueven.
El camino de tantos días
ahora es un palacio en la montaña.
Y te acordás de un mundo
que no era demasiado lindo
y está roto.
Decías que la virgen
se te apareció de la nada
mientras mirabas las estrellas
y al día de siguiente salvaste
a tu hijo de morir ahogado.
Naciste con el píloro tapado,
durante muchos días no pudiste comer.
Hasta que un médico,
de nombre Gianantonio, decidió
operarte y te salvó la vida.
Desde entonces vivís
con una angustia que te exige
sobreactuar lo dramático.
Soñé que podía ir más allá.
Un punto más lejos incluso
de mi personalidad. Y todas mis
costumbres, límites y talentos
se diluían en un mar que se abría
en mi cuarto, y me tiraba al agua
y me iba nadando por esa
superficie apacible y tibia,
sin pensar que algo malo me podía pasar.
Ves las estrellas entre los árboles.
La perra se detiene y por un instante
te parece que también mira para arriba.
No tenés en claro si imaginás
que la perra mira el cielo
para sobrellevar tu propia angustia,
o si realmente tenés la posibilidad
de captar cosas fuera de serie.
