En mi recuerdo la rompiente a mis pies
no llegaba a mover lo que por momentos
tocaba. En ese tiempo era feliz solo
con caminar por las cuadras conocidas.
Las cuadras de mi barrio.
Las calles arboladas que llegan
hasta una plaza circular
que en un sueño reiterado
tenía un fuego
que comenzaba en un casa abandonada
y desde donde salía una cantidad
enorme de brea, que sin querer pisaba.
Estaba desnudo en ese sueño,
y por esas cosas de las noches,
mientras huía de la inundación de brea,
caminaba por un pasillo angosto y oscuro
del que no podía salir. Hasta que al final
veía un campo lleno de juncos rodeado
de pantanos y enfilaba hacia ese lugar
corriendo con la idea de abstraerme
de los ruidos y de la locura
que me generaban las llamas.
Pero entre los juncos enseguida
me veía de nuevo cercado por el humo
y entonces lo único que se me ocurría
era sentarme a meditar. Y en eso estaba
cuando de pronto veía una vaca en mi hígado.
Y luego una rosa que por momentos
era blanca, amarilla por otros, roja
y por fin lograba su color característico.