domingo, 29 de diciembre de 2019

Piña luminosa


El fragor de la lucha. Las manchas negras. La desilusión repetida en el silencio también. Más manchas, incluso blancas, en el cielo, en invierno, como nubes, a la espera de un desastre.

Los pinos en la plaza, al anochecer, cuando el sol es casi nada en el enero frío. Ellos mitigan ese declive.

Y las torres de piedra pulida, hermosa, casi blanca, sobre el mar, sobre las rocas, sobre la tremenda desilusión también que ha sido ver con los años que las cosas toman un curso voluptuoso y al mismo tiempo rudo. No parece que las cosas vayan a cambiar mucho, y la verdad es que no cambian. O en realidad, los cambios son exigibles para nosotros mismos, y digamos que nos cuesta afrontarlos. Lo medular de cierto paisaje infantil ha quedado tremendamente arraigado en nosotros, y no cede.

Y sin embargo, quedan los atisbos, momentos bien contados en que las velas permanecen encendidas para un soberano despliegue de lo dulce, de lo entrevisto, lo apenas perceptible.

Y a eso se reducen los días. A buscar eso. Los pinos calmos, altos, bellísimos mientras nos empeñamos en fabricar imágenes que desde los fondos generen una fuerte bondad en nosotros. Una más allá de los imperios pero servida por ellos. Ojalá lleguemos a eso porque estamos todavía con ganas de ir hacia esa piña luminosa.

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