Subimos la colina con mis hijos evitando en lo posible los pastizales y ramas de arbustos que invadían el sendero tan estrecho. Nos llevó un buen rato, pero logramos alcanzar el punto en donde se ve el mar abierto y las rocas bajo los acantilados. Ayer, estaban golpeadas por un mar bravío que conservaba la furia del tiempo ventoso de los días anteriores.
Decidimos con mi hija tomarnos una foto, pero mi hijo no quería y era el único de los tres que tenía celular. A veces, cuando establezco un nexo más cercano con mi hija me da la impresión de que eso resiente el pacto de entendimiento que tengo con mi hijo. Las relaciones humanas están sujetas a desafíos constantes.
Al final, mi hijo consintió sacarnos las fotos. Pero solo gracias a una serie de amenazas mezcladas con reflexiones que buscan un nivel de serenidad y de logros ecuánimes que todavía no alcanzo.
Cumplido el ritual de las fotos seguimos camino por una cuesta que se hizo más pronunciada. El esfuerzo que transmitía la pendiente me hizo recordar la reticencia que tiene la madre de mis hijos al tipo de desafío que experimentábamos, y que más bien es un trauma heredado de una enfermedad que tuvo de niña y en su juventud. Cuando compartí ese pensamiento con mis hijos, mi hija dijo desconocer el hecho, y mi hijo, que parecía enterado, no quiso hablar del tema.
Mi hija en cambio, que estaba sorprendida, inició una serie de asociaciones en torno a sus angustias de niña y así seguimos subiendo esa colina entre los pastizales con el mar a cada costado. En el lado derecho sereno y en el lado izquierdo bravo.
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