Vuelo Buenos Aires Puerto Iguazú. Me cuesta abandonar mi hogar, mi zona de confort, el centro conocido en donde suelo sentirme encerrado, pero menos incómodo que de viaje.
Agradezco sin embargo haber llegado a este lugar selvático. Esta vez con mi hijo. Vine con él cuando tenía tres años. Ahora tiene diecinueve. Dice que no recuerda casi nada. Yo también tengo enormes lagunas. Recuerdos salpicados, intermitentes. Lo mismo con el resto de mi vida. Los días están para ser olvidados. Tienden a eso. Solo se pueden rescatar instantes.
Nos llevó quien oficia de chofer en el hospital donde yo trabajaba. Un hombre que le gusta hablar mucho y de buen corazón. Siempre viajo hacia el aeropuerto con él porque las rutinas me calman.
Nos informan que hay demora en el vuelo. Unos niños gritan a nuestro lado. Opto por mudarme al otro extremo del espacio. No hay caso. Los niños pronto están cerca de nuevo. Corren a los gritos sin límites.
Vuelo agradable, pero con molestias inéditas. Una mujer detrás mío me pide que no recline el asiento; le quita espacio para sus piernas, argumenta. Otra mujer, a un costado, no para de golpear el suelo con sus piernas mientras escucha música con sus auriculares. Me resulta irritante su aspecto, su aura. A veces me pasa. Detecto algo en mi cabeza. Señales que me dicen cosas. En este caso, sus gestos y su aspecto físico, delataban que no era de mi agrado. Después, ocurrió el episodio de golpes frenéticos en el suelo. Resultado: no pude dormir.
Pero todo se encamina cuando llegamos a Puerto Iguazú. La gente suele tener un tono reposado, amable. Congraciado con la vida. Justo lo que necesito.
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