Son las seis y veintidós de la mañana. Por segunda vez en la noche, como tantas veces, me desperté inmerso en sueños intensos, vorágines de imágenes y argumentos que no se detienen. Dormir es para mí entrar en estados perturbadores: escenas vertiginosas, delirantes, que me asaltan sin dar alternativas. Y, con todo, son un consuelo frente a la imparable sucesión de pensamientos que me asedian en la vigilia, demasiado plena de lo que pienso, siento, vivo. No paran.
Ayer, por ejemplo, fui a nadar al atardecer. Fue un día de viento, como el de hoy. Antes había estado en la casa, en teoría descansando, pero en verdad atento a mi escritura y a mis dibujos. Siempre caigo en ese estado de pensamiento continuo, fácil de desplegar e imposible de detener.
Todo eso lo pensé al salir del agua y sentarme a mirar las olas. En pocos instantes, porque subió la marea, crecieron y recién entonces las escuché romper: continuas, dulces, tranquilizadoras. Hasta ese momento había estado tan absorto en mis ideas que no reparé en ellas. Sentado con las piernas cruzadas al modo indio, buscaba la paz que vi en un actor japonés, en una escena de bosque y sol apacible. Trasuntaba una serenidad que conmovía. Desde entonces lo tengo como un faro de templanza. Pero nada de eso vino a mí. Apenas logré fijar la vista en el mar abierto que se entrevé en esa bahía cerrada, un resquicio para lo inmenso.
Ahora miro el reloj: seis y cincuenta. Mientras cantan gallos en alguna parte, quisiera llegar al punto en que los pensamientos callan y no quedan ideas. Y lo mejor: que tampoco se sienta el cuerpo, esa maquinaria siempre atada al cerebro que no descansa nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario