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miércoles, 6 de agosto de 2025

Centro de Buzíos

Centro de Búzios, noche fresca con viento. Estamos con mi familia sentados en una mesa de un restaurante moderno, delicado en su estética, con mesas sobre la playa. Mi hija está a mi izquierda, mi pareja enfrente mío, y mi hijo enfrente de ella. Ya pedimos la comida cuando, por el lado de mi hijo, aparece un niño de unos ocho o nueve años con una caja de golosinas en el brazo y nos pregunta si hablamos portugués, español o inglés. Cuando mi hijo le responde que no, de un modo brusco, inusual en él, el niño, que está más bien enfrente nuestro, nos mira a mi hija y a mí con una expresión de tristeza y desamparo indeleble, y se va sin decir nada.

Mi hija, ya con la voz angustiada, le pregunta a su hermano por qué fue tan cortante. Él responde que se asustó, que el niño apareció de golpe, por detrás, en la noche. En ese instante, mi hija se larga a llorar, desconsolada. La miro: está a mi izquierda, frágil, sensible en la mirada, dulce, tan dulce como siempre. Y por primera vez, como nunca antes, la entiendo del todo. Casi me quiebro con ella. Me resulta incomprensible no haberla entendido antes. Cuántas veces censuré, sin querer, algún gesto dramático de su parte. No sé si tan claro como este. Me doy cuenta de que no quería ver en mi hija muchas de las condiciones que reconozco en mí. Y aun así, no termino de creerlo. Elijo consolarla, abrazarla, y espero que la mirada de ese niño se pierda con el tiempo en las estrellas que veo arriba, quietas, en el marco del cielo todo negro.


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