En la orilla, veías el mar
a la espera de una tormenta
mientras tus hijos jugaban
a un costado. Pensabas
en tu padre y en sus éxitos.
Después de todo —te decías—
es mejor vivir en los márgenes
sin un logro específico y rutilante.
Fuera de historias que te mantienen
rehén de discursos que alimentan
sistemas de poder, pero enseguida,
inseguro de ese camino
te preguntaste si esa falta
de metas, no era la razón
de la distancia que ella
ahondaba una y otra vez.
A ella los años le habían dado
un empeño terminante. Un sólido
bienestar a costa de una insensibilidad
cada vez más grande. O tal vez
tenía una pasión por su trabajo
que envidiabas. Cada día, acorde
a sus logros, ponderaba
más su profesión
complacida con un ascenso.
Dormías cada vez peor
implicado en la lucha
por superar los efectos de una cabeza
que repetía, no sabías por qué,
la altiva prestancia de unos caballos
que habías visto sobre los adoquines
del centro de la ciudad.
Había caído el sol y mirabas
la luz del faro de pie en la playa:
desaparece, renace, se comba
y vuelve a desaparecer.
Parece que late.
Con tus hijos, descalzo,
disfrutabas de la suavidad
de la arena gracias al verano
mientras ella
caminaba ajena.
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