jueves, 7 de agosto de 2025

Ferradura

Seguimos camino con mis hijos por la playa. Primero pasamos unas rocas que dividen la playa y después llegamos a la parte final, el codo más lejano que mira hacia la otra costa. Ese lugar es la antesala del mar abierto —visible después de una colina rocosa—. Merodeamos un poco y, despacio, porque no hace demasiado calor —tal vez veintitrés grados, o algo similar—, nos metemos al agua.

Sin dudarlo, me alejo para nadar un rato. Avanzo a ciegas, sintiendo cada brazada y patada, la extensión de mi cuerpo sobre el agua, mientras se desplaza, flota, se integra a esa masa que lo recibe para hacerlo vivir lo que no suele sentir. Hasta que me topo con una roca apenas sumergida, que casi toca la superficie. Es grande, tiene puntas, y me golpea provocándome un susto que me lleva, como otras veces, a pensar en lo lábil que es el tránsito de los cuerpos por el espacio. No se sabe de qué depende esa deriva más que de la fortuna, y la fortuna no se sabe a qué se vincula. Cosas que no se pueden saber, me digo, y continúo con mis brazadas hasta más cerca de la orilla.

Ahí me detengo, constato que hago pie y, parado sobre la arena, muevo lentamente los brazos. Ya con el agua a la cintura, veo una pareja. Están a pocos metros. Calculo que ambos tienen más de cincuenta años —el hombre incluso más de sesenta, tal vez—. Me sorprende que tengan dos hijas de unos ocho años. Sé que son sus hijas porque les dicen: “Papá, ¿vamos a jugar a la paleta?”. La señora, que también me llama la atención por su traje de baño diminuto, finalmente se zambulle y se pone a nadar crawl. Pronto hace lo mismo otro hombre que había estado un buen rato haciendo flexiones en la orilla, y antes un complicado ejercicio: sostenerse con un brazo y una pierna de costado, y tocar luego con su mano libre del suelo la rodilla. Un desafío que pensé en imitar más tarde, en la casa, solo para ver si todavía soy capaz. Pero al verlo nadar hasta una distancia lejana, descarto esa idea. 

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