Son las once y treinta de la mañana de un día nublado y fresco. Veintidós grados. Se levanta un poco de viento y mueve las palmeras que tengo enfrente. A lo lejos se escucha un gallo. Me desperté cerca de las diez y enseguida ese pensamiento recurrente de los últimos días —la atención extrema a mi alergia— vino a mi cabeza. Pero, a diferencia de otros años, hace ya mucho tiempo pude lidiar con esas invasiones bárbaras con cierta altura. Pensé, y aún lo pienso, que esa alergia funciona como síntoma y también como vector hacia escenarios nuevos.
Por lo tanto, me concentré en imaginar esos escenarios. Quiero, me dije, vivir en un lugar donde por la mañana pueda ver árboles y plantas. Me pregunté dónde y cómo, pero no tuve respuesta. Sin embargo confío, aventuré, en que algo en mi interior cambie y que ese cambio me lleve a otra orilla. Vivo en un departamento desde que nació mi hija, hace veintidós años, y concurro a la misma oficina desde hace casi treinta. Queda frente al enorme palacio de Tribunales, en un barrio que nunca quise del todo. Pero no pude dejarlo, porque tengo miedo de trasladar mis cuestionamientos a otros espacios.
Solo como consecuencia de la pandemia viví en la casa de fin de semana, que en verdad es de mi padre y ocupo desde hace muchos años. En esa época no quería volver a mi barrio céntrico porque me entristecía estar lejos de los árboles, de la calma suburbana, y de regreso en calles llenas de edificios que se habían vuelto un conjunto opresivo. Pero también es cierto que en aquel barrio, con jardines cercanos al campo, había empezado a sentir la sensación de encierro que me alcanza cuando estoy mucho tiempo en una misma casa. Una sensación que habla de la incomodidad con mi cuerpo, con mis pensamientos, y que me hace creer que un cambio de escenario no sería una solución exitosa. Hay algo muy profundo que debería cambiar, pero no sé qué es.
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