Tal vez esta alergia, y la consecuente tristeza, tengan que ver con la aproximación a mi padre y a mi madre a través de este diario, y sobre todo con la profunda desunión que hay entre ellos, —incluso hoy en día en los hechos y también en mi interior: mi madre, la artista; mi padre, el abogado—. Pero estoy cansado de adentrarme en las interpretaciones posibles de mi vida, y sobre todo de vivir atento a los riesgos más o menos inminentes que acechan mi paz —que solo alcanzo por instantes—.
Por siempre mi cuerpo ha sido un receptáculo de molestias y dolores provocados por su sensibilidad, supongo, o por los otros miles de seres que vienen a alterar mi cuerpo con sus ruidos o sus gritos. O bien con sus codicias y sus mentiras. De todos ellos debo cuidarme, y aun así hay algo más perturbador que todos esos peligros y está en mi cabeza, dispuesta a infundirme algún tipo de tormento, novedoso o antiguo, que me exige estar alerta para conjurar una catástrofe que persiste como una posibilidad.
Debo abandonar esta fijación de una paz simulada. No debo desearla más. Buscar otra cosa distinta a la perfección. Me lo ha demostrado mil veces, ella no va a acudir a mi llamado. Debe ser un verdadero cariño el que me auxilie, genuino y sentido. Nada religioso, ni ideado por los sistemas de poder establecidos para otros fines. Debo ser capaz de fundar mi propia pirámide. Mi propio templo y yo debo ser la luz de su interior.
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