El jugo resulta buenísimo. Concluyo que ananá y durazno es mejor que ananá y melón. El melón y el ananá no hacen un buen maridaje: el melón es muy sutil, sería opacado, supongo. Como no tengo el celular ni dinero, mi hijo se ofrece a pagar. Ingresa con la moza al restaurante mientras yo me quedo contemplando el agua que más abajo viaja. Nadie a la vista. La felicidad está acá, me digo.
La joven nos explica que por la noche podríamos ir a cenar. Me interesa el programa. Antes de saludar con una sonrisa a la joven, le doy mi número para que nos envíe el menú. La mujer nos sonríe más. Otra mujer simpática. Nos vamos de vuelta al hotel. Cae la noche, aceleramos. Subimos una cuesta, casi en la oscuridad, cuando diviso una víbora en el camino y se lo advierto a mi hijo extendiendo mis brazos. Me cuesta gritar como forma natural. Está a nuestra izquierda y es llamativamente grande. Mi hijo, a la distancia, le saca una foto. Una yarará. Es venenosa, le digo a mi hijo. Podría habernos mordido, pienso.
Me quedo mirándola a la distancia en la semi oscuridad. Todo pende de un hilo. Es sabido, pero no dejo de perder la capacidad de asombro. Algo dentro mío no termina de aceptar la incertidumbre. Es algo tan descomunal; no lo puedo aceptar. Es injusto, inadmisible. Intolerable. Pero sí que la veo: la incertidumbre es un dragón que a cada rato me muestra su boca, sus colmillos, su lengua y, sobre todo, el fuego devastador que pasa por ella.
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