Cuando salí de los tribunales, llamé a mi padre, quien me dijo que se había ido a almorzar al lugar al que suele ir en el último tiempo. Le dije que lo iría a visitar, y hacia allá voy. Me queda a solo una cuadra.
Ahora que mencioné el restaurante al que suele ir mi padre —donde, por lo que he visto, cosa que me alegra sinceramente, recibe una mirada atenta por parte de un mozo realmente simpático—, quiero contar que yo también tengo un lugar al que suelo ir a almorzar, en especial después de las tres de la tarde, cuando ya no queda nadie más que el dueño, y donde paso, por lo general, algunos de los momentos más importantes de mi vida. Estar en calma, aunque sea unos minutos, escuchar buena música, sentir cierta pertenencia junto a otros parroquianos, las visitas ocasionales del portero de al lado —Hugo, un hombre del norte, afable, de pocas palabras—, la señora que ejerce de dueña, que dice ser astróloga y parece muy sola en esta tierra, y las charlas con el dueño, con quien tengo bastante en común: la mirada, gustos musicales parecidos, un amor indudable por la buena cocina, que pondero cada día y también critico, llegado el caso, porque soy para eso de lo más avezado. Ojalá algún día pudiera hacer algo con ese don que tengo y que aún ignoro adónde podría llevarme.
Hace más de veinticinco años —diría que veintisiete— que voy a esa oficina frente al Palacio de Tribunales sin demasiada convicción, mucho menos con pasión, y bastante alejado de cualquier sensación de pertenencia, familiaridad o contención que pudiera ofrecerme ese espacio. Nunca ese barrio, con sus oficinas, sus tribunales, con todo ese emporio sólido y despersonalizado, logró suscitar en mí ningún afecto real. Sin embargo, he consagrado gran parte de mi tiempo a estar ahí, por motivos que podría precisar, pero que, en el fondo, todavía desconozco.