Me levanté cerca de las diez y media de la mañana, luego de atravesar otra vez ese impasse en el sueño que me persigue desde hace más de diez años. Siempre aparece un agobio voluminoso por cuestiones de trabajo, aunque sospecho que detrás se esconde algo más profundo: el miedo al fracaso. Ese miedo no se refiere tanto al trabajo profesional que tengo —el que me da cierta seguridad económica— sino a lo que más me gusta: lo artístico. Ahí está el riesgo, y ahí también el miedo puntual a no estar a la altura.
El razonamiento es más o menos conocido —me lo repetí mil veces—: si dejara mi profesión, que tanto me costó construir, para adentrarme en un camino tan incierto como el artístico, probablemente terminaría sin el pan y sin la torta. Sin la seguridad económica que siempre tuvo un peso enorme en mi vida —y que quizá remonta a algo más antiguo que aún no logro descifrar—, y sin un reconocimiento claro en lo artístico. Ahí está el meollo, y por lo tanto, la tensión.
Durante años, una alternativa funcionó como contrapeso: seguir desarrollando mis intereses artísticos mientras cumplo con mis tareas profesionales. Pero esa escisión, además de generar tensiones, me impide una entrega plena a los proyectos que más deseo. Y sobre todo me mantiene dividido entre dos vertientes que no terminan de conectarse. Debería encontrar la forma de que se fundan. Que algo de cada una llegue al mismo lugar.
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