miércoles, 9 de julio de 2025

Península

Me levanté cerca del mediodía. Mi hijo, al verme despierto, me sugirió que desayunara algo liviano, así podríamos almorzar hacia la una y media. Le dije que sí y salió, entusiasmado, a comprar unas milanesas de peceto que le gustan mucho.

A las dos comimos con un poco de tomate cherry y palta, mientras hablábamos de fútbol. Esas conversaciones nos mantienen dentro de un código liviano, superficial, ligado al juego. 

Cerca de las tres y media, después de apurar un poco mi trabajo, salí en auto rumbo a la sede náutica del club. Es un lugar que me otorga placeres enormes y que, sin embargo, visito poco. En una ciudad tan de espaldas al río, ese rincón es único: una pequeña península a la salida de un canal, a unos cuatro metros de altura, con una extensión de doscientos metros. Un par de pinos, varios ceibos, un árbol alto cuya especie todavía no sé nombrar.

Suelo sentarme en el extremo que mira hacia el río para intentar meditar, la vista fija en el horizonte. Pero me cuesta. El cerebro no se aquieta fácilmente.

Me gusta ver a los patos sobre el agua o volando más allá de la orilla. Esta vez, al llegar, me costó conectarme con la serenidad del lugar. Dos matrimonios, de unos setenta años, charlaban en un banco cercano. Las mujeres se reían fuerte, con una alegría contagiosa y algo estridente. También la voz de uno de los hombres sonaba alta. Me sorprendió esa energía que a veces se enciende entre los mayores, como si algo en ellos intentara volver a un tiempo más liviano.

Yo, en cambio, me sentía apremiado por la necesidad de editar la foto de una escultura para subirla a una red social. La escena me inquietaba. Ahora que lo pienso, tal vez lo más triste fue haber creído —en ese momento— que yo estaba más en sintonía con el paisaje.


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