Son las 11:24. Día de sol invernal. Estamos en pleno invierno, pero desde hace unos días el tiempo es amable, muy distinto del frío áspero de hace dos semanas.
Hoy me desperté a las nueve, después de una noche benigna, cargada —como siempre— de sueños, pero sin interrupciones considerables. No llegué a sentir esa inquietud que a veces me asalta en la madrugada, esa que suele derivar en una angustia difusa. Como duermo con la persiana levantada, la luz del sol —incluso en invierno— va entrando poco a poco y me ayuda a salir de la cama.
Todavía no me he levantado, pero me siento bastante energizado. Eso me hizo recordar cómo era cuando era joven. La sensación cotidiana, sobre todo a la mañana, era muy distinta: un aplanamiento total del cuerpo —y por supuesto, también de la cabeza—. Una dureza difusa, como si una maraña de objetos de acero se hubiera acumulado sobre mí llevándome hasta el fondo de una cantera inundada.
En los sueños de entonces, ese fondo adquiría a veces un verde oscuro. Otras veces, un turquesa alucinante.
Así era la escena.
Hace un rato, mientras caminaba y seguía dictando mentalmente estas líneas, me crucé por segunda vez con un grupo de jóvenes delgados, indigentes, con una actitud que me generó cierta desconfianza. Caminaban en grupo, con un modo de moverse que me hizo sujetar con más firmeza el teléfono, como si por un instante imaginara que podían arrebatármelo.
Y ahí, como siempre, surgió una teoría. Como todas mis teorías sociológicas, probablemente sea poco fundada. Pero la anoto igual, aunque sólo sea como resto mental de una vieja intuición: muchas veces —demasiadas—, los que despiertan esa inquietud tienen un aspecto que podría relacionarse, de manera difusa, con pueblos originarios. Es una generalización injusta, lo sé. Pero me pregunto si no hay, detrás de ese dato estético, una consecuencia histórica. Quiero decir: si no hay algo de esa desigualdad estructural que quedó impresa desde la conquista y que nace en el tipo de desarrollo cultural que tenían aquellos pueblos al momento en que fueron brutalmente interrumpidos.
Esas interrupciones dejaron consecuencias que seguimos sin poder reparar: acceso limitado a educación, exclusión sostenida, dificultades para acceder a una vida con cierto bienestar. Así, una parte de la sociedad —esa parte— parece condenada a una pobreza que hoy ya ni siquiera es estable: es una pobreza inestable, errante, más cerca del abismo que del borde.
Este tema lo traigo ahora porque no sólo ronda mi cabeza: interactúa en el mismo espacio donde pienso el deseo, el amor, y también se vincula con otra escena que siempre me ha obsesionado.
Me refiero a las personas que viven en condiciones tan desastrosas, que a veces me resultan casi inimaginables. Me cuesta comprender cómo puede funcionar la cabeza de alguien que sobrevive en una situación tan degradada, sin abrigo, sin espacio propio, sin tiempo reparador. Cambia todo: la noción del cuerpo, la memoria, la percepción del mundo.
Desde chico me hacía una pregunta similar, pero con los animales: ¿qué tipo de visión tendrán los pájaros cuando vuelan, o más aún, cuando bucean? ¿Qué saben del aire cuando están bajo el agua? ¿Qué idea pueden tener de la superficie, si sólo la entreven por instantes, cuando saltan? ¿Qué es para ellos esa línea que a veces se abre, y muestra, tal vez, un cielo, una playa, un mundo?
Esa superficie, ¿la presienten como promesa o como reflejo?
Ahora estoy por pasar por ese lugar donde están esos dos árboles tan grandes —no sé su nombre— cuya altura ya se extiende a lo largo de décadas. Con el tiempo, se volvieron un misterio y al final aprendí a valorarlo. A querer ese misterio. Saber el nombre de esos árboles implicaría acabar con él, y como decía: no quiero que eso ocurra. ¿Algo parecido me podría pasar con la muerte?
Hace un momento, vi pasar unas piernas hermosas y me dieron ganas de apurar el paso y seguirlas. Pero no lo hice. Cada vez ocurre menos, y con menos fuerza. Me refiero a estos arrebatos de deseo —tan intensos en otro tiempo—. Pero se han ido espaciando. Se han vuelto más ligeros, más tolerables. Y para mi tranquilidad, también más pasajeros.
Hace unos minutos, también me crucé con un grupo de jóvenes del gremio judicial. Caminaban con una serie de carpetas en la mano. Supongo que tienen algún conflicto pendiente. Siempre hay un reclamo de mejoras y no terminan de conformarse nunca, por más que sus salarios sean de los más altos del Estado. Un hecho que me genera una bronca particular, difícil de ubicar. Una bronca sin dirección clara. El problema es que eso me ocurre con muchas pero muchas cuestiones.
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