Estuvo lloviendo desde la madrugada, y recién hace un momento dejó de caer agua. Caer agua, qué expresión rara —me ha salido sin pensarla.
Son más de las dos de la tarde y me dirijo al banco para tratar de resolver una de esas ineficiencias molestas propias de la entidad. Últimamente, me llama la atención cómo las personas más jóvenes me pasan con total tranquilidad, aun cuando camino, en mi cabeza, rápido. Pero no hay mucho para hacer.
Cerca de las seis de la tarde, por fin terminé. Fue uno de esos días filosos que preferiría evitar a toda costa. Dediqué demasiados años al trabajo.
Pude solucionar el tema del banco y me detuve un rato en el restaurante de mi amigo y, por suerte, durante un momento breve fui bastante dichoso gracias a la música que pone y lo bien que cocina. Estaba sentado en la barra, no quedaba nadie más que él, del otro lado, detrás de la caja registradora. Por un momento, nos quedamos en silencio, escuchando una canción espléndida. Calma, íntima, con una voz muy personal, de esas que envuelven los instantes.
Después, cuando salí de ese lugar, volví a hacer ese tipo de cosas que, a esta altura de mi vida, ya no sé si hago por convicción o por miedo. No sé si todavía sostengo ese mundo porque lo necesito de verdad, o simplemente porque me da temor dejarlo atrás. Me refiero al hecho de ejercer la abogacía, tener mi oficina, asumir ese tipo de escritos. Al menos ahora, gracias al chat inteligente, muchas veces solo le digo lo que necesito, le paso algunos parámetros para mis escritos y esa entidad —creada por la humanidad a lo largo de siglos— logra proezas hasta hace poco impensadas. O sí: es como un genio de la lámpara. Pero todavía comete bastantes errores y en eso también se parece al genio: nadie puede captar por completo los deseos del otro porque ni el mismo otro los conoce del todo y ahí está la magia más grande de los deseos: son seres autónomos en el fondo, y corren, libres por un campo que baja y en donde los pastizales se mueven apenas con el viento.
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