Mañana de sol, luego de varios días de lluvia. Domingo. Fuimos a votar con mis hijos y encontramos gente haciendo colas en la puerta. Se trata de un Instituto educativo "Británico". No tuvimos otra opción que sumarnos a la espera, pero valió la pena porque mientras esperábamos me encontré con mi hermano, mi sobrino y algunas personas más conocidas. En cierto instante, en medio de la espera, sentí cierta felicidad. Me sucede contadas veces. Esta vez, fue gracias a que me sentí parte de un grupo. Gente que pertenece a cierto barrio de cierta ciudad. No suele sucederme tampoco ese tipo de sensaciones de pertenencia.
Quiero creer que al fin empecé a sentir cierta relajación, una suspensión —leve pero notoria— del estado de alerta que me acompaña hace tanto tiempo. Solo espero que esta mejoría avance.
Es más: después del almuerzo, si no hubiese sido por un par de ruidos del vecino, esa sensación habría generado un círculo casi perfecto. Pero debo aprender, una vez más, que la perfección está lejos y solo vive en las ideas. La existencia se mueve en otra dinámica, más interesante, más viva.
Ya sobre el final de la tarde, salimos a caminar con mi mujer. Pasamos por una plaza, unas torres separadas por veredas anchas y algo de pasto y llegamos cerca del río. En realidad, son unos diques que se enlazan con el puerto. Un barrio que prosperó en los últimos treinta años en base a rascacielos y edificios de dudoso gusto. Fuimos hacia un museo, pero estaba cerrado por las elecciones. Tanto mejor; nos sentamos a tomar un café frente al agua. Unos pájaros muy pequeños empezaron a volar alrededor de los mástiles de los veleros mientras se iba la tarde y ellos la despedían. Tenían un canto dulce, breve. Juraría haberlos visto antes en algún sueño. Ese mismo grupo, a ellos, con los mismos gestos.
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