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jueves, 31 de julio de 2025

Con el canto de los gallos

Amanezco con el canto de los gallos y ya no puedo volver a conciliar el sueño. Algo inédito porque durante mi infancia y adolescencia, cuando iba a la quinta de mi abuelo paterno, escuchaba el canto de los gallos al amanecer, pero era solo una música lejana, dulce, que insinuaba que todavía era muy temprano para levantarse. El canto de los gallos solo era una invitación para seguir durmiendo. Esta vez, en cambio, la sensibilidad que he desarrollado hacia los sonidos me empujó a dejar la cama. Ahora que miro el reloj y veo que son las seis cincuenta y seis, calculo que debí haberme levantado cerca de las seis, cuando aún era de noche —no sé por qué los gallos se anticipan tanto a la salida del sol, que ocurrió más bien a las seis y treinta—. Desde que me levanté contemplo el paisaje. También hice una serie de respiraciones que pretenden darme un ánimo más sosegado y a la vez erguido. Mientras respiraba, recordé una escena de una película japonesa donde, sentado en un claro del bosque, bajo el sol de la mañana, el protagonista escucha el canto de los pájaros. La expresión de su rostro me transmitió una paz inmensa, total, deseada en tantas ocasiones a tal punto que, desde entonces, ese hombre encarna para mí una felicidad nacida solo del existir. Pero ese impacto solo se comprende cuando uno sabe que el personaje era ciego, y que por lo tanto su felicidad incluía una aceptación que traspasaba los límites de la fortuna. Su interpretación encarna la fuerza de la aceptación. Recién pensaba que estoy cansado de luchar para satisfacer deseos enormes que nunca terminan de desplegarse, y cuando lo hacen resultan esquivos, cambiantes. Quisiera liberarme de sus empujes. Dormir incluso con el canto de los gallos o el ladrido de los perros. Estar por encima de los pensamientos. Absorto en las paredes, en cualquier espacio u objeto, sin precisar nada en particular.

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