viernes, 1 de agosto de 2025

El perro encerrado.

El lugar es todo lo deseado: una casa decorada con buen gusto, aunque con demasiadas imágenes de Frida Kahlo, un detalle que no me agrada —no me convence el uso de ciertas figuras del arte como emblemas, en este caso del arte latinoamericano—. Tiene un generoso espacio, piso de madera, reposeras, sillas y mesas, una pileta sin bordes, y desde lo alto mira a una bahía donde se ven algunos barcos de pescadores amarrados, quietos, a la espera de un viaje. Después hay cerros que acá llaman morros, con palmeras, árboles de distintos tipos; y por el jardín, que es grande y con una vegetación variada, se ven abejorros que circulan entre las plantas, eligiendo ciertas flores, pájaros también en tránsito, irradiando esa felicidad innata que surge de ser lo que la creación asignó que uno sea de la forma más afortunada. Pero allí, abajo, al final del terreno que baja de manera abrupta, oculta detrás de bananeros muy altos, está la pequeña casa vecina, y en esa pequeña casa se encuentra un perro. Un perro que ladra con insistencia, no mucho durante el día, pero sí por la noche, de manera frenética, insistente, porque está aburrido, supongo, excitado, víctima de un encierro que se prolonga desde hace mucho tiempo, casi toda su vida, y de algún modo consciente de que su destino será el permanecer en ese encierro infame, rodeado de un paraíso al que nunca podrá acceder y que estará frente a él un día y otro día para que trabaje una aceptación que nunca llegará del todo.

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