domingo, 13 de julio de 2025

La hora calma

 He pasado la mayor parte de mi vida en ese barrio de los tribunales, sin tener un verdadero lugar de pertenencia. O al menos, un sitio donde encontrar el tipo de felicidad que más me importa: la que nace de los lazos amorosos con otros seres humanos, con animales, con el paisaje. La existencia que, al irrumpir en la conciencia, produce perplejidad, fascinación y terror a la vez. Porque uno sabe que hay un final en la obra, y que ese final es incierto. Un hecho tan lógico como desconcertante, que la mayoría de las veces resulta inaceptable (aunque sepamos que nuestra opinión al respecto no cambia nada).

Por eso, desde hace unos años, tener un lugar donde almorzar y hacer un alto durante las jornadas opacas que impone la profesión que ejerzo, significa mucho para mí. El restaurante de mi amigo es un espacio mínimo, con apenas tres mesas contra la pared y una barra con seis sillas. Un lugar reducido en dimensiones físicas, pero no en las espirituales. Tiene una densidad afectiva que lo convierte en un punto de equilibrio para mi universo entero.

Solía pasar por la vereda donde, en un pizarrón, se anotaba el menú del día. Pero no me había tentado entrar porque me parecía incómodo, demasiado angosto. Gran paradoja: hoy es el lugar más cómodo que puedo imaginarme en la zona. Fui por primera vez gracias a un amigo de la literatura, que también trabaja en tribunales, en el área de sistemas. Me lo recomendó y me acompañó. Desde entonces, volví muchas veces, casi siempre pasada las tres de la tarde, cuando el trabajo principal ya está hecho y empiezo a dar por terminado el día.

Si regreso a la oficina, es sólo para lavarme los dientes, ordenar algo, quedarme un rato en soledad. A veces veo algún video intrascendente para relajarme antes de ir al taller de pintura con mi pareja. Es cierto que ocasionalmente me queda alguna tarea vinculada al trabajo, pero no suele ser una carga pesada. En verdad, trabajo bastante poco tiempo real. Lo que sí ocupa mucho espacio es el trabajo en mi mente. Una usina de preocupaciones que se extiende a lo largo del día y muchas veces se cuela también en la noche. Hay una maquinaria de ansiedad que quisiera desactivar, o al menos comprender mejor.

Quizá por eso este restaurante significa tanto: me ofrece un respiro y una forma de ver con más claridad lo que me ocurre. Antes, desde la pantalla de la computadora, frente a un almuerzo vegetariano sin gracia, el mundo se me aparecía como una acumulación de noticias irrelevantes, cada una más alienante que la anterior. Ahora, en cambio, tengo un punto de fuga. Un ritual que corta la jornada.

Si lo pienso bien, puedo decir que vivo en plenitud en las contradicciones. Mi oficina está justo frente al Palacio de Tribunales, una mole antigua que, con su atmósfera de control y pesadez, me entristece cada día. Pero con todo, a veces, cuando quedo en mi despacho solo al final de la tarde, frente al Palacio, en medio de mis obras de arte acumuladas con los años, siento algo parecido a la felicidad. Aunque muchas veces, la visión del edificio me lo arrebata enseguida. Me pregunto por qué sigo atado a ese lugar y no hallo una respuesta convincente. O más bien, no tengo una respuesta única. Hay algo familiar, incluso astral, en esa arquitectura del poder que genera una atracción masoquista. Pero también una intuición de que ese espacio dominante no está afuera, sino dentro de mí, y que me seguirá a donde vaya.

El hecho de que mi padre haya ido en mi lugar a una reunión importante con un magistrado hace unos meses también tiene que ver con esto. Me ayudó a ver con más claridad mi vínculo con el Palacio. Lo que le pasó a él fue útil para ambos. Él se sintió vigente. Y yo, al verlo en ese rol, pude tomar distancia de los vínculos atractivos y a la vez tóxicos que irradia ese edificio, y que me sumergen en tensiones que es mejor evitar.

Pero vuelvo a mi amigo y a su restaurante. El restaurante es angosto y reducido en sus dimensiones físicas, pero no en las espirituales: esas que pertenecen al reino subjetivo, el único que sin dudas prevalece. Por eso, ese lugar, para mí, se volvió tan importante. Me brinda un sentimiento de pertenencia que adquirí con el tiempo, gracias al hábito de ir, de quedarme, de volver. Y, ahora que lo pienso, también gracias a otro amigo —el de la literatura—, que como yo está vinculado a los tribunales, aunque él en el área de sistemas. Fue él quien me invitó la primera vez.

Mi amigo, el cocinero, todos los días nos manda el menú a un pequeño grupo de clientes. Quien quiere, le responde con su pedido. Él ya sabe que, si reservo un plato, voy a llegar pasada las tres de la tarde. Me gusta desayunar tarde y prefiero sacarme de encima la mayor parte del trabajo antes de almorzar. A partir de esa comida, empiezo a dar por terminado el día.

A veces vuelvo a la oficina sólo para acomodar algo, quedarme un rato más, estirarme un poco en soledad. Como todos se van entre las tres y media y las cuatro, ese tramo lo transito en calma. A veces, incluso, me detengo a ver algún video sin importancia, en una especie de ritual previo antes de salir hacia el taller de pintura con mi pareja.

En los últimos meses he notado con cierta sorpresa que mi vida es mucho más dichosa de lo que solía creer. Quizá por los registros que empecé a escribir en este diario. Quizá también porque, sin darme cuenta, algunas cosas se han decantado. Tengo una pareja feliz, dos hijos fantásticos, un esquema de trabajo bastante sano, y actividades artísticas que se han desarrollado con naturalidad, en una dimensión más espiritual. Si tuviera que señalar un área que deseo transformar, probablemente sería la laboral. Pero todavía no tengo claro cómo.

Mi amigo, el cocinero, tiene mi misma edad. Después de la pandemia atiende solo. Por eso el lugar perdió parte del brillo que tuvo en otro tiempo. La limpieza, la decoración, el servicio ya no están en su punto más alto. Pero lo esencial permanece: su capacidad para sazonar. Es eso lo que distingue a un buen cocinero. La sazón habla de una sensibilidad especial, de un modo particular de percibir el mundo.

Él también está en un momento de incertidumbre. No sabe si quedarse en el barrio, en el giro íntimo que ha tomado su restaurante, o si dar el salto hacia su viejo sueño: tener un lugar de alta cocina en otro sitio. Otro ser a mitad de camino entre lo que sostiene y lo que supone es su deseo.


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