ERÓTICA ARMERÍA
Lucas Videla Christensen
1
Recuerdo el filo de la casa
reclinada en la costa, con sus paredes altas y sus molduras campestres, con un
gobelino de Bruselas en el living y otro en el comedor.
El día que cumplí los trece
años nos encontramos, muy cerca de la casa, en un bar lleno de mandíbulas de
tiburones secándose al sol.
Desde el verano pasado no te
veía; y te lo quise decir, pero vos, con tu palito de agua semiderretido en la
boca, no podías, o no querías, dejar de concentrarte en el frío auge que
emanaba.
Y las voces cristalizadas de
los comensales caían cerca, muy cerca.
Y por tu modo de andar, de
vestir, yo quería decirte, vení, acércate, probá.
Y cuando bajamos a la playa,
encontramos a tu familia bajo una gran sombrilla blanca.
Y allí recalamos. En la
sombra que nos impulsaba a permanecer: los dos mirando el ungüento que tu tío
pasaba sobre nuestros músculos extrañados.
Esos cuerpos eran el brillo,
y mi visión estuvo siempre sobre ellos en la playa aquietada.
Y te pregunté -¿Por qué no
vamos a caminar hasta el faro?
“Te quiero ver caminar hasta
`El Babilonia´; quiero sentirte cerca del antro, cerca del mayor antro de
sudamérica; con montones de seres descansando en la playa; bajo el sol; allí
donde un reloj late como una bomba bajo la arena.
Y al final me comentaste:
“¿Caminar hasta allá? No pienso ir tan lejos.”
Pero lo mismo salimos a
caminar.
Y al anochecer, vimos una
vela en el oleaje espumoso que subía por las rocas. Y en torno a tu cuerpo,
llegó a estar la luz de esa bonita vela, consumiéndose.
Y sin cerrar los ojos,
creímos ver una virgen en su cuevita, lábil y cercana al faro.
Y un poco más allá, vimos un
cortejo en el borde del muelle donde los cuerpos se arrojaban.
2
Al día siguiente, pasaron
las nubes como una caballería que quiere escaparse del filo de una guadaña que
no se calma.
Y yo las seguía con la
mirada, desde la galería.
Caminando te llevé hasta el
estremecimiento que nos detuvo sobre el filo del mostrador, en el último
instante, cuando visitamos un puesto al final del acantilado.
Y no hubo atajo más dulce
que la sombra que ocultó al cuerpo; a las tres y cinco, a la hora de la siesta,
bajo la mesada que custodiaba una paloma de cerámica.
Poco después, en dirección
norte, los teros se tranquilizaron, y recién levantadas de la siesta, tus
hermanas tomaban sol entre las rocas.
--Me voy a descansar al
escritorio-- les dije. Y me fui al sillón inmenso de cuero negro. Pero no pude
dormir porque un ciervo empotrado en la pared, vigilaba cada atisbo que tenía
mi cuerpo.
Y no pude descansar pensando
en todas las miradas que atraviesan las lentas noches en el salón de caza.
3
Cada vez que podía, trataba
de ver el interior de la quinta habitación de la casa. Allí tu abuela, con la
bata china puesta, esperaba el tiempo restante.
Esa pieza estaba regenteada
por una enfermera petisa y de piernas anchas, tan anchas que se rozaban dentro
del pantalón verde manzana.
Y cada mediodía pedía tomar
un jugo helado sobre la galería que miraba al oeste; la galería en cuyo borde
el sol me entibiaba.
Luego inhalaba el césped
recién cortado.
Y después corría al mar,
para que el sol dejase de quemar la piel donde
soñaba, que manos anónimas se perdían.
4
Al despertarme, abría los
postigones para ver el filo de la costa. Ese filo que hace a los cuerpos
reclinarse sobre la arena; y yacentes, les cierra los ojos, como si ellos no
pudieran sentir más el espacio, como si se envolviesen en el angosto pasillo
del estremecimiento.
Descalzos, me acuerdo que
bajábamos a la playa, por los escalones de un jardín donde se destacaban las
hortensias florecidas.
Y una mañana en que todos
dormían, nos encontramos en el pasillo de la casa; y vos, con tu camisón
transparente, me miraste desde la oscuridad como una figura aparecida.
5
En la playa, al tiempo de
caminar, arribaba a otro parador, y de nuevo estaba rodeado por el flujo
luminoso que se extendía por los cuerpos puliéndose al sol; próximos al mar, no
sabiendo cómo abanicarse.
Una tarde de lluvia descubrí
un manojo de casas recostado en un brazo del mar, la tarde que pasamos en un
puesto de bañeros a setenta pasos de la orilla. Y yo, intrigado por saber de mi
suerte, me decía que apenas terminara de contar cada uno de los pasos, la ola
debería tapar el número impar definitivo.
Y casi sin notarlo, empecé a
visualizar tu ropa apilada muy cerca de mi cama, y a vos y la hija de la
casera, las dos muditas abriendo la cama de esterilla.
5
Cuando todos dormían la
siesta, yo no dormía, sino que contaba las flores que tenía el estampado de las
cortinas; pensando que eso era una terapia; una forma de aburrir a mi mente y
volverla más aplacada.
Pero era inevitable: con
sólo salir y ver una mujer con piernas largas, recordaba a esas jóvenes
embarazadas de la sombrilla vecina; esas jóvenes que a cada minuto se volvían
más sensuales, más pródigas en sueños, y lo hacían sin notarlo, de una manera
insufrible.
Eran mujeres de pelo lacio,
que en la playa no me miraban, y sin embargo, un mediodía que las encontramos
en el pueblo, miraron con disimulo mis pies sobre el empedrado.
6
Entre los chicos de la
península, existía la moda de caminar con las cañas en la mano, aunque muy
pocos pescaban. Algunos iban al muelle sólo para no aburrirse en sus casas.
Pero a mí, como me gustaba
la pesca, viajaba hasta la caldera. Aunque fuera un despropósito caminar cinco
kilómetros de ida y cinco de vuelta. A plena luz del día, entre caracoles rotos
y piedras anchas y resbaladizas; piedras
dormidas como trampas que se cimbran, pensando durante la travesía en
los millones de peces que todo el tiempo huyen de los tiburones. En un mar que
a veces parecía frío y sosegado, y otros días en cambio, parecía estar batiendo
sus alas.
En las tardes de temporal,
íbamos a pescar a un espejo de agua. En el camino, el viento me hacía pensar
que viajaba a través de cada punto de mis arterias; bajo el sol agobiante,
entre olivos secos porque era domingo de ramos. Y el aire, sin brillos ni
pausas, respiraba en mi cuerpo, y me hacia desear el paño que tu abuelo lavaba
en la orilla.
-¿Cómo es que me acuerdo de
tus manos y de tu pelo, pero no me acuerdo de tu voz?
-¿Qué voz supiste tener
cuando repetías mi nombre en la orilla?
7
“Cada noche duermo con un
tiburón rozando mis limpios pies dormidos. Y cada noche descanso tenso. Y
después del amanecer ya tengo marcados signos de cansancio, y preciso echarme
sobre el césped para ver un cielo nublado.”
Eso decía el diario de un
pescador; mi diario.
Así es como pasábamos los
días. Hasta que una noche, tu abuela se cayó de la cama, y todos salimos
corriendo al hospital; e incluso vino tu madre desde Montevideo.
Esa tarde, desde mi ventana,
observé como nadie conversaba en el grupo de sombrillas que esperaban como a
media asta.
Y vos estabas en el porche
llorando; y para consolarte te leí unos falsos poemas rusos:
“Cerca del estrecho de
Baring, tres pingüinos nacen del mar; un mar picado porque ha parido. Y tus
repeticiones, ardientes, no se equivocan: en la arena que despierta hay un
cuerpo que todavía te roza.”
--No creo que haya pingüinos
en Rusia -- me dijiste.
Pero a mí no me importó, y
seguí leyendo: “Ya inmersos en médanos del mismo color pálido que tus labios,
descubrimos una yegua que sentía el amor de un padrillo estrellándose en el
negro azulado.”
Y vos divertida me dijiste:
“ya que lees algo de Rusia, contáme de las grandes duquesas.”
“Las niñas duermen porque no
saben que afuera, en el mar que las adormece, hay cuerpos que son ultimados; y
que toda la esfera comienza a ser objeto de una codicia perfectamente
explicable por el hambre. Las niñas eso no lo saben.”
Y los días pasaron, y cada
uno a su manera, fuimos volviendo a la normalidad.
8
Una cinta me rozó el hombro.
Y por un momento temí que no
entendieras el significado de correr, los dos tras la cinta que el viento
raptaba por la arena humedecida.
Fue la víspera de Reyes.
Esa noche mis zapatos
volvieron a recibir una ofrenda -una ofrenda que soñé que puso tu madre-; eran
chocolates envueltos sobre un pasto muy tibio.
9
En la playa que forma el
codo de la bahía, se juntaban dos heladeros con la señora del puesto de coca. Y
conversaban un rato hasta que desaparecían detrás de las chapas:
“Atrás de una chapa
colorada, a treinta grados, la siesta profunda, visceral, la siesta de dos
heladeros con su atuendo blanco; dos heladeros que quisieran abandonarse en la arena; regenerar
su alma, asumir los subterráneos lazos que perforan a la planicie y los
adentran en las húmedas cavidades que goza el agua; con el cuerpo y en el
cuerpo. Lamiendo su pasmosa amargura; calmando su necesidad de redención;
soñando con un cargado renacimiento.
Y hablando de cargado: me he
dado cuenta que mi cuerpo es un arma; un arma que llevo inconscientemente
cargada a todos lados; y que de una forma u otra, el arma se dispara. Y lo
curioso es que el cuerpo asesina a su semejanza. Parecería algo innato: cada
mañana cuando despierto, me doy cuenta que quiero verlo perforar los blancos
diseminados sobre la tierra; deseo verlo traspasar la velocidad de la luz;
sentir que estalla en otros cuerpos, y que son otros los que no sobreviven a
mis ansias.
Y a la mañana siguiente,
todavía dormido y con amargura en la boca, mordiendo las hojas me digo: `la
tarea está cumplida, puedo nadar en paz.´
Pero luego sobreviene el
arrepentimiento, como un ángel grisáceo se precipita en mi tierra baldía,
incisivo, irritado, y me somete de rodillas a repetir los nombres de los
asesinados; aunque sean pocos, aunque sus cuerpos todavía reposen tibios.”
Y cuando terminó el
trayecto, quería nadar porque el sol se colaba entre los árboles. Y cada
parroquiano iba para su casa. Y lo que faltaba era el ocio ardiente entre
ranchos armados por hombres que navegan en chalanas; embarcaciones que cruzan
los canales amarillos en el último instante que pasa.
9
En las noches de verano
alguien me sigue descalzo entre los eucaliptus. En las noches de verano alguien
me deja respirando cerca de un cuerpo que me mira atónito.
10
“Otro día comienza en la
península.”
Excursión a la isla “La
Madrina”:
“En la gruta todo parece
sereno: pequeños peces rozan nuestras piernas cuando todo vuelve a estar
desnudo, y con tu vista en el suelo, recostada en la arena, sentís el gusto que
tiene la sal cuando se traga.”
Entre médanos cubiertos por
un césped muy cuidado espié a los bañistas de la pileta vecina.
Y cuando despertaste, te
dije: “Vamos a caminar que es lo que único que se puede hacer con el tiempo.”
Y en la rompiente vimos
bolsas negras que parecían cuerpos de hombres que se ahogaban.
En esas recorridas, entre
las olas nos encantaba ver los objetos que el mar se robaba. En esas recorridas
una luz vibrante tenían los rostros ahogándose más allá de la rompiente.”
La fascinación por las
cañadas refulgentes, y las voces perdiéndose entre acacias rociadas de arena,
eso era lo que me incitaba a querer seguir caminando.
Esa noche hubo una tormenta
impresionante. Fue una noche iluminada por rayos; una noche espléndida y fatal
para mi antigua casita de niño en el árbol.
Y cuando terminó la
tormenta, salí a caminar para ver rocas mojadas que me deslumbraban con su
celo.
11
Recuerdo cuando bajo el sol,
recostados en la escollera, intentábamos despertarnos; aunque nos resultara
imposible, porque las olas, con sus latidos envolventes, nos lo negaban.
Y el sopor turquesa
descendía sobre nuestros cuerpos, y la voz del viento, era el eco de tu cintura
cuando cimbreaba.
A pocos metros visitábamos
una cañada.
En su orilla pude resumirte
qué es el verano:
“Verano: miles de figuras
que con desesperación quisiera rozar. Miles de figuras elegantes que van por la
orilla mostrándome sus pies desnudos.”
Y lo comenté con excitación,
pero vos no lo aceptabas.
Más tarde, mientras
pescábamos, te pedí que intentaras ver una corvina en el agua; que anticiparas
el cúmulo de luz que lleva la ola.
Esa imagen sensual está
latiendo sobre mi cuerpo dormido. Una imagen que repite lo que me decían tus
labios aquella tarde completamente acelerada: “una vez que salen del agua, no
respiran.”
Esa visión me atormentaba. Y
para calmarme, me gustaba tener cerca un vaso de agua; frío, muy frío, de un
cristal inmaculado y con una pequeña sombrilla turquesa en el borde. Esa
sombrilla estaba reclinada en el abismo como una mariposa, y el vaso estaba de
pie, sobre la roca. De ese vaso bebíamos: uno a uno, rezumados por el pálpito
que circundaba a los cuerpos de mañana.
12
Una noche soñé que dormía
sobre trigales; y que mi cuerpo encendido destilaba un líquido violáceo que
corría hasta el agua embrutecida de un arroyo.
Ese arroyo me dejaba en un
jardín rodeado de tilos centenarios.
Y una voz decía: “En la
primera toma se puede ver un jardín soleado; preciso en la fragancia que
protege; su cuerpo desnudo permanece en la hierba, apenas tocado por el césped,
tal como quería. Y más allá, tres rosas chinas, hacen pensar que ellas son
quienes otorgan una perspectiva más explícita.”
13
“Hemos caminado más de dos
horas siguiendo la playa; un trayecto que podría depositarnos en un escenario
orgulloso como la hoz que quiebra el trigal; incandescente como sus tallos, en
una superficie donde no sería necesario continuar la marcha.”
Y sin ropas nadaríamos.
Y en algún tramo de la playa
sentí el olor de un elefante marino pudriéndose entre rocas más filosas que lo
normal. Y cuanto más me acercaba a su piel
sedosa, mejor captaba la inquietud que tenía la playa.
Durante la tarde pescamos y
bebimos desde temprano, por lo que al tiempo de flotar en el bote anclado en la
bahía, no supe más del sol ni del agua, y mucho menos de los peces encolumnados
en el océano, frotándose. Tampoco recordé el clamor de otros cuerpos que
nadaban; no supe más de ellos. Y pude reposar; sentí al fin que descansaba de
los millones de seres que viven circundándome con sus modos calientes.
Pero la visión de los peces
abriendo su boca a intervalos, me perseguía durante la noche, y en los sueños,
los peces se ahogaban muy cerca de las jóvenes de la sombrilla.
Y con mi sufrimiento,
caminaba durante la siesta. Hasta que un encuentro con un pescador, me permitió
tomarme el tema con otro ánimo.
En la playa había colgado de
una soga veinticuatro cazones -lo sé porque los enumeré con cuidado-, cada uno
medía unos ochenta centímetros, y cada cual parecía mover su cola como si
todavía nadara; como si aún pudiese soportar el aire que a cada segundo lo
ahogaba. De manera que al pasar frente a la soga, le dije al pescador que
aquello era una obra teatral, y él, sonriente, se dispuso conmigo a mirar el
espectáculo.
14
Y al volver a la casa, se me
ocurrió mirar los gatos que tenía la casera para escribir: “Un círculo inmenso,
formado por caracoles también inmensos; eso fue lo que encontramos en una playa
distante; y cinco gatos con su lomo al sol parecían custodiar el lugar. Y
nosotros, estupefactos, como no teníamos verdadera noción de lo que soñábamos,
no tuvimos el coraje de persignarnos.”
Y caía el sol sobre la
montaña, y yo lo deseaba ver posarse sobre el mar.
Y para consolarme miraba la
roca, erguida como un ropero lustroso y macizo en el centro de la playa. Y
cuando las olas chocaban su cuerpo, veía el dinamismo que tanto deseaba.
15
En las noches de calor,
sentía el leve rumor de los sauces perdidos entre los pinos que resguardaban la
casa.
Y te quise ver bajo sus
ramas, con miles de manos acompañando tu espalda; vacantes y tocados por una
vertiente imaginaria que rozaba nuestros labios, arriba y abajo.
Esa tarde de carnaval te
pedí que fuéramos a dar otra vuelta.
Y apenas terminamos, escribí
en mi diario: “La tarde que paseamos sobre los caballos de madera, tus ojos
transitaban el lomo atigrado, y mis manos entre las tuyas, movían las riendas.”
Ese domingo mientras corrías
al bebedero, sentí la clase de viento que anuncia una tormenta. Fue a la salida
de misa. Y a la distancia pude ver el chorro de agua desarmarse hasta lograr el
efecto deseado sobre tu rostro entumecido.
Y como el viento soplaba tan
fuerte, fuimos a ver las olas golpeando la escollera. Unos minutos después se
desató la tormenta.
Las gotas se repetían; y
vos, desde el muelle, segundos antes de que llegasen al agua, tocabas su leve
color platino.
Y las sombrillas cerradas
eran ese cuadro de la melancolía.
16
Años después, cerca del
acantilado donde se levanta la casa, pude ensayar este relato -seguramente para
saber algo de nosotros todavía-.
El punto inicial para
recorrer el tiempo y los lugares que imaginé en tu cuerpo, lo busqué en un día
nublado; la tarde que te conocí, hace ya muchos años, cuando hablaba con la
cabeza gacha.
Y el relato fue escrito en
un presente perfecto:
“Un leve susurro deslizan
las olas cuando alcanzan la orilla. Allí es donde los cuerpos comienzan a
padecer la visión de una sima, honda y breve al mismo tiempo; una sima hacia
donde corren atraídos; sin ningún tipo de esfuerzo, encantados por el perfume
que despiertan sus pies cuando golpean el suelo.
Y los cuerpos, extendidos y
con las pupilas ardientes, se arrojan a un lugar, en donde al caer, horadan la
materia, por ellos padecida, tantas veces amada.”
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