Los
lapachos amarillos, al costado del camino, conducen a senderos más pequeños que
sostienen orquídeas, malvones y animalitos. Arriba, el cielo permite a los
pájaros otear el suelo. Las plantas se alzan como los
soldados de un ejército que resguarda unos cerros enanos que al atardecer se
vuelven azulinos y después violáceos.
Sueño con un rancho consumiéndose por las llamas en un paraje
lleno de carpinchos que jamás se retiran cuando uno se los pide. El espacio es
atravesado por ríos que pueden nadarse a caballo con una precaución: tienen
víboras que crecen gracias a los roedores que ingieren por la noche. Hay camalotes
con flores preciosas y en pequeñas islas palmeras quietas. En los alrededores
veo hombres que dominan los cuchillos y se valen de máquinas y alambres. Después,
un sentimiento más allá de lo posible. Un espectáculo religioso, aunque más
íntimo.
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