Cuesta mucho
desmantelar los mecanismos
destinados
al castigo porque fue el castigo
el que
nos puso siempre en la senda del deber.
Los primeros
días en el colegio estaban para eso.
El deber
de progresar, la obligación de irnos,
con sumo
esfuerzo, hacia lo recto y justo,
y cuantas
cosas más que tienen que ver
con una supuesta
perfección que está en realidad
en una
lejanía inmaculada y estática.
Lo veía
en los iluminados, en los Santos.
En el Padre y el Hijo mismo.
Una
piedra magistralmente esculpida
en un
patio de un palacio alto y soberbio.
Mientras
que en realidad
a
nosotros lo único que nos queda
es la sabiduría
que se reclina sobre
un
jardín que, después de una furibunda lluvia de verano,
renace en
toda su celebrante dinámica
del
acontecer de todas las cosas vivas.
Lo veo
en los pájaros, y ellos cantan.
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