Para ir a festejar el día
del niño en una casa en el campo,
hicimos más de sesenta
kilómetros. Una vez ahí, instalados
bajo el sol del invierno, y con la bonhomía de los árboles cerca,
bajo el sol del invierno, y con la bonhomía de los árboles cerca,
comimos y bebimos mientras
los niños saltaban
en un inflable contratado al efecto.
en un inflable contratado al efecto.
Sentados en una larga
mesa, o desperdigados
en una barra junto a una
parrilla, charlamos acerca
de los temas que
entretienen a veces a los adultos:
los viajes, las
posibilidades de ir un poco más lejos
en la adquisición de más
bienes.
Hablábamos de la actualidad.
Hablábamos de la actualidad.
Hasta se tocó el tema de
los impuestos.
Los chicos, a cierta
distancia, siguieron en su trajín
hasta que algunos dieron
la orden de volver a los autos.
Entonces, me quedé en
silencio bajo los árboles.
Unos teros, tensos,
caminaban por el pasto a lo lejos.
El aire tenía un frío capaz de generar una bienaventurada potencia.
Cada objeto resultaba una
presencia pacífica y a la vez tierna.
Había en todas partes una
sensación de bienestar
que no sabría a qué
atribuir. Y fui feliz.
Después, cuando por fin
anocheció, junté a los míos.
Los chicos y mi mujer subieron
al auto.
También la perra. Y partí.
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