Pude escabullirme hasta llegar a un costado, donde también había feligreses
pero no tantos como en la nave central, y miré sobre el púlpito al obispo
que comandaba una ceremonia en esa monumental estancia para la adoración de Dios,
y de manera extraña disfruté de su petulante palio dorado, de sus graves palabras
extraviadas en una realidad que no podía ser la que estábamos presenciando:
los niños a sus pies a la espera de la primera comunión.
Y todo me resultó risueño e ilusorio. Y lo mismo me pasó más tarde
con la televisión, los sitios de noticias y los carteles de publicidad.
Las frases que me convocaban casi me daban risa.
Y también las construcciones de las redes sociales,
sus modos de situarse en algún punto de alguien.
Cada cosa comenzó a tener un leve tenor fantástico.
Pero todo era cierto: esas personas, con sus bien sabidos discursos,
construían febrilmente en torno mío una realidad absurda y limitada
que yo en cierta forma debía mantener alejada de mi espíritu,
como si viviera en una isla hermosa rodeada de gigantes marinos
capaces de comer a los incautos
que creyesen en el provecho de sus fuerzas.
viernes, 28 de septiembre de 2018
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