sábado, 17 de agosto de 2019

Tontamente risueños

*
Rotorua, Nueva Zelanda. Voy hasta el final del camino donde se ve el lago y me siento a meditar sobre el borde de un pequeño muelle. Es inmenso el lago, las montañas detrás lo exaltan. Estoy en el fin del mundo y hay algo mágico, supongo, en todo lo que construyo. Me siento impulsado por el silencio.

Sigo. Después de mucho rato, logro un estado fantástico. Siento un viento adorable en la cara. Nunca pude estar erguido de esta forma tanto tiempo. Es por la fuerza de mi propia energía concentrada, pienso.

Hasta que de un minibus baja un grupo de japoneses. Por lo que escucho, están resueltos a alimentar a unas gaviotas que pululan por los contornos del muelle. Cada vez se me acercan más, los oigo, casi me rozan mientras atraen entre risas a los pájaros que, en el aire, no dejan de graznar.

Quiero agradecer su presencia, aferrarme a su intromisión para darle un sentido espléndido, épico. Pero es en vano. Nada de lo que intento logra apaciguar a mi cuerpo. Según parece, él vive dinámicas mucho más atávicas. Generales del antiguo Nipón veo en mi interior. Recios sobre sus caballos, no dejan de invadir a mi mente. Abro los ojos, siguen ahí estos dichosos japoneses modernos, incólumes, más afables que los antiguos, son montones, y no puedo dejar de percibirlos tontamente risueños.

Como consuelo pienso que algún día anotaré esta experiencia y seré más tierno. Conmigo y con ellos.
Me levanto y sigo.

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