Siete en punto. Una mujer llega a una escuela.
A un costado, una iglesia. Supongo que es una maestra.
Día y silencio. Del último sueño, las formas en mi mente
emergen diciéndome que mi historia
flota adherida a la de mi padres.
Y la de mis padres adheridas a la de los suyos.
Y así. O tal vez sean mis vivencias las que mezcladas
con las de mis padres
formen lo que llamo "sus trazos".
Veo un pequeño cementerio en este punto.
Uno está arriba, a veces abajo, sumergido en la necesidad
de otorgar un sentido que defina a las vivencias
de modo que ellas queden entendidas, justificadas,
libres de mezclas e impurezas.
Y así nuestros días tengan cierta consagración.
Eso, suponemos, nos hará subir a los cielos
donde subió quien después fue adorado
y en nombre de quien se hicieron los hilos del mundo
para llevar poder a los que usan sus palabras.
Miré el canal y supuse que también ahí
nadaban los peces. ¿Más tristes? ¿O más felices que uno?
Categorías que mi mente se empeña por rescatar
para ordenar cada pieza en un tablero
que permanece ajeno
como esos peces.
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