sábado, 19 de octubre de 2019

Segunda proyección nocturna

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Escribir religiosamente antes de la salida del sol y cada noche después. Mirar y repetir los esfuerzos: el rol antiguo de los pretendientes.

Pero quién sabe si eso vale la pena. Porque no existe un tema. Y el punto que inventemos seguramente en poco se modifique.

Y sin embargo, buscamos algo donde esculpir con entusiasmo. Esculpir y después aguardar, concentrados. Aguardar una marginación sobre nosotros y sobre la sombra; por fuera y por dentro. Y así nosotros mismos idos, olvidados.

Eso es lo que está en las grandes pinturas. Nosotros ya no más lanzados hacia los hechos. Imperceptibles en la delicada nave. Porque hay un silencio más grande que todos los templos. Y ese silencio, por tolerar todos los sonidos del mundo, los termina de apaciguar.


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El agua baja, sigue a un ritmo tenue. A través de ese murmullo nosotros también deberíamos continuar, ir hasta la pequeñísima luz que no puedo decir que sea de felicidad -porque no sé bien de qué es, ni cómo se llama, ni cómo es fuera de la mente-.


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Grandes estatuas a las que uno puede deslizarles la mano. En la costa, lo helado, el mar, el silencio y un ulular sobre casas rodeadas de alambrados con enredaderas secas. Y atrás unos pinos, y cada tanto álamos y troncos secos también, aunque escasos, y pastos crecidos. Me gusta el bosque oscurecido detrás.

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Creo que existe un libro que habla de ese bosque. Un lugar donde las criaturas en pena descansan. Ellas que como tantas cosas se tardan en llegar pero llegan. 

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Quisiéramos tocar las piedras, la orilla, los pies en el agua: la promesa de cierta vieja y envidiable paz.

Casi noche ahora; el frío se intensifica. Unos perros le ladran a las formas neblinosas del paisaje como en eso días monótonos de verano, idos, perdidos. Había en ellos sobreactuaciones, crisis, llantos, purificaciones. Una tensión. El anuncio de una ruta perfecta.

Bajo los plátanos, detrás de la iglesia, se puede descansar, no hacer nada. Descansar para no recurrir a un saber de arriba o de abajo.

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Te veo por donde ondean las banderas. Azul, negro y un escudo con tiburones sonrientes. Un club de pesca. El mar detrás se mantiene con un tono más oscuro que el gris de todo lo demás; su presencia me resulta un cuerpo cada vez más frío. Casi llueve. Dos patos bajan. Recuerdo un telón estupendamente pintado muy superior a cualquier época. Estaba en una iglesia agrietada.

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Los pinos, las murallas detrás y la ruta que baja en una difusa inclinación.

Debo pensar en cosas tibias, llanas, mansas y no buscar más; mucho menos soñar con otros momentos.

Porque si las imágenes no pueden seguirme, si no recurren a lo furioso, estoy a salvo, en paz.

Otros patos más pequeños vienen con tierno y esmerado apuro. Estos son más de veinte.

Y detrás los sigue un eclipse cegador, uno que no se puede admirar.

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