miércoles, 8 de enero de 2020

En Eze, más allá de N

Tal vez las cosas solo ocurran en mi mente. Me refiero a esto que cuento. Tal vez las cosas mágicas, debería decir, son una invención destinada a solventar no sé qué dramas y cierto temperamento, digamos, proclive a las fantasías. En fin, lo importante en este caso es aprender a desarmar eso también, y a hacerlo como quien ve una grieta con un filo inmenso en una montaña desde donde salen gaviotas que de a poco van siendo cada vez más doradas hasta que su ímpetu se nos contagia y así, lo que antes era un gris no deseado -me refiero a las cosas-, se vuelve un gris querido y, en la medida que eso pasa, las cosas logran tener un alma, un espíritu, o lo que sea que se precise para tener un carácter mítico.

Y el mundo comienza a ser de una forma redonda y marina, verde en ciertos puntos y del color de la tierra del buen desierto en otros -tal vez en realidad de la manera que vimos en la infancia un globo terráqueo-. Y de ahí en más los perros se vuelven mudos, el pasto crece, la gente a nuestro lado tiene una bonhomía inusual y, lo que antes era un tema, -el canto del gallo en la mitad de la noche por ejemplo-, deja de ser un problema porque esa grieta con un filo inmenso en la montaña liberó a las gaviotas.

¿Y por qué sucedió eso? Bien, no lo sé, y no creo que nadie lo sepa en la profundidad. O al menos no que lo diga de la manera que otros lo puedan entender.

Y los que se han arrogado el don de proclamarse maestros -y yo obedientemente he seguido-, ahora lo puedo decir, estaban bastante equivocados. Sus formas categóricas no alcanzan ni alcanzarán nunca a explicar el vuelo de las gaviotas desde el filo de esa montaña hacia el mar quieto, y mucho menos el efecto que tuvo ese vuelo en mí.

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