Una noche estrellada un gatito que se había quedado en un árbol y no se animaba a bajar pedía ayuda maullando. Vos al principio seguías de largo, pero después, invadido por la culpa, volvías a emprender un rescate que se convertía en un periplo peligroso del que renegabas al punto de pensar, colgado en una rama y con los bazos extenuados, que había servido para finalmente lanzarte al vacío y caer. Y entonces te dejabas caer en un río con agua caliente donde te ponías a flotar de espaldas mirando el árbol y congratulándote por haber dejado en su rama a ese gato lloroso.
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