Más tarde, acostados en las colchonetas inflables, nos quedamos acariciando la pared de la pileta con la mano. “Me gustan los azulejos”, dijiste. Cada tanto distinguíamos de qué especie eran los pájaros que revoloteaban por las copas de los árboles. “Cuando quieras te sostengo sobre el agua”, dije al fin, y sonreíste. En el borde de la pileta, sosteniéndote parada con los dos brazos hacia atrás, me mirabas.
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