Entrabas a un convento que tenía un patio en el centro con naranjos y una fuente. Un lugar que te parecía familiar. A la sombra, rodeado de hortensias, el papa pintaba una acuarela. Era el paisaje de una playa donde solías ir en tu niñez. Él te comentaba: "Me hubiera gustado ser pintor...", y seguía concentrado. El paisaje está bien hecho, pensabas. "Es muy bueno", decías, y él: "Sí. Lástima que ahora soy papa..."
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