Noche. Se escuchan grillos. Y eso que estamos en pleno centro de la ciudad. La mujer que suelo ver a lo lejos, la del quinto piso a mi derecha, se ha ido a dormir. Apagó recién todas las luces. En realidad, todas menos las de su cuarto. Hay poca gente por las calles. Poco tráfico también. Se acerca fin de año. Estoy solo después de mucho tiempo. Todos en mi familia se han ido para algún lado. No sé qué hacer con mi tiempo libre esta noche. La verdad. No tengo ánimo para meditar, ni para ver una película. El tiempo que acabo de pasar en las redes me parece ahora un tanto pegajoso y me deja un sabor ingrato. Quisiera ser capaz de escuchar mucho tiempo a estos grillos. Creo que ahí está la solución a casi todas las cosas que me aquejan. Si no todas. Los vuelvo a escuchar. Lo trascendente sería continuar atento a sus cantos, que no cesan. No se apagan. Un avión pasa. Pero ellos, mis grillos, continúan con su canto. Son Dios en mi mundo. Llego a quererlos y los tengo cerca. Me doy perfectamente cuenta de la suerte que tengo.
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