jueves, 9 de enero de 2025

Tropea

El mar estaba embravecido gracias a un viento inusual que se levantó de pronto. Gran espectáculo: olas que rompían a varios metros de la costa, algo raro en el Mediterráneo. Y después, lo inesperado: encontré un pedazo de madera que parecía una escultura primitiva. Tal vez africana. De hecho, cuanto más lo pensaba, más convencido estaba: sin duda lo era. Lo apoyé sobre un arbusto y, sorprendentemente, el conjunto funcionó. Ahí mismo decidí que quería empezar a armar conjuntos escultóricos.

No me interesa aprender a dibujar ni a modelar con maestría figurativa. No me atrae una educación plástica clásica. Durante años lo rechacé a medias, porque persistía la idea de que un artista debía saber copiar un cuerpo humano, un objeto. No digo que no, seguramente es lo mejor. Pero a mí no me divierte, y por ende, no me interesa. Además, la tecnología desplazó en parte esa exigencia.

Me pasa algo similar con muchas cosas: lo que me importa son las ideas. La materialización suele interesarme menos. Salvo en la escultura. Ahí todo cambia. Me fascina partir de una piedra y ver qué ocurre, qué quiere emerger de ahí. Ese diálogo con la materia tiene algo místico. La piedra me pide, de a poco, que la comprenda, que la convierta en lo que quiere ser.

Es una exageración, lo sé. También es una idea infatuada. Pero algo así me gusta creer. El problema, como siempre, es que las palabras traicionan ese fenómeno en cuanto se prolongan. La experiencia es más imprecisa. Y por eso mismo, más interesante.

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