Ayer, después de una lluvia que ocupó la mayor parte del día, cuando por fin el cielo mostró el sol en el horizonte, fui en bici a nadar. La pileta tenía el cartel de cerrada, así que estuve a punto de dar la vuelta. Gracias a que decidí acercarme un poco más, descubrí que la guardavida estaba en un salón viendo una película en su celular. Me abrió y se mantuvo a la distancia, de pie, bajo una sombrilla de madera con techo de paja en la entrada. Su celular seguía sonando a cierto volumen. Pero intenté concentrarme en la pileta sin gente, en los pájaros sobre unos álamos carolinos a los costados, y el agua, tibia, límpida, con las líneas negras del fondo sobre las que me puse a nadar. Fui y vine hasta que, cansado del crawl, nadé pecho con la cabeza afuera para disfrutar de las cosas de esta tierra, y después nadé de espalda para alegrarme con el cielo, donde vi pájaros en lo alto. Al final, descansé en el borde mirando a unas cotorras mientras comían el fruto de un naranja tenue que dan las palmeras y que en mi infancia me dijeron que se llama butiá.
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