Una noche azul con una luna blanca,
el campo y un montón de autos
y camiones en la ruta a la espera
de que, ante una emergencia,
los hombres encargados de liberarla
terminen su trabajo. Bajo del auto, tengo
la ventanilla baja. Prendo la radio y enseguida
escucho unas bocinas: festejan un gol
de la selección nacional.
Más allá, me pregunto qué tipo de tragedia
ha sufrido uno o varios que provocó
el detenimiento de la autopista.
Más autos se suman a la espera.
Miro: a mi espalda la fila parece interminable.
Me corro hacia el pasto, arriba están las estrellas.
La noche es fresca, perfecta. El campo lo es también.
El problema está más adelante.
Apenas a media cuadra, calculo. Entonces,
me pregunto si no es mejor pegar la vuelta
aprovechando un retorno que observo
a mi izquierda. Pero de pronto el tráfico avanza,
sigo unos metros y veo un auto calcinado
y unos bomberos trabajando y nada más.
Ningún rastro de un ser humano afectado.
Quién sabe que pudo pasar entre el partido
que tiene a tantos pendientes, ese auto,
los que estaban en él, y arriba, en las estrellas.
Son tantas que cubren el cielo y lo vuelven
infinito, lejano, misterioso, y bello.
Es muy bello, me repito,
y la visión del auto quemado me acompaña.
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