Ojalá algún día pueda entender cómo otorgarle a la vida el sentido más útil que encuentro en la teoría. Es decir, uno sabe —más o menos— lo que debe hacer con su vida porque ha leído el Evangelio o a los estoicos, incluso a Buda o Mahoma. El problema es la práctica. Mil veces me he dicho —y todavía intento recordarlo cada tanto— que debo valorar todo lo que tengo, que es abundante y brillante. Pero no lo hago, porque siempre encuentro los mil motivos para no estar en paz conmigo mismo en la medida que mi ambición siempre supera mi realidad. Un deseo más grande siempre me gana. Es una ola que me pasa por encima y me arrastra en sus revolcadas. De manera que me revuelco cada día en innumerables pensamientos destinados a alcanzar ciertos objetivos. Algunos los alcanzo, y otros no. Los que alcanzo son solo un motivo más para cierto sosiego momentáneo, a veces nimio, otras un poco más prolongado. Pero enseguida está el próximo, porque el tiempo corre, la vida es una, y hay que satisfacer los deseos, que son muchos, montones, están en fila, uno a uno, y se amontan. El deseo de conocer el mundo, por ejemplo. Un deseo que no sé de dónde viene, si de una imposición familiar, social, o de un espacio genuino de mi interior. Porque ese es el otro tema de la vida: qué deseamos en verdad. Eso al menos para mí es difícil saberlo. Pero no me quiero enterrar en esa cuestión ahora, porque es de lo más compleja. Prefiero, por lo pronto, pensar un poco que los deseos son pueblos a la vera de una ruta que se extiende por la pampa, y después por el desierto. Me pregunto cuándo se llega al mar.
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