Ayer me levanté tarde, pero después de una noche con el sueño cortado. En el último tiempo me pasa seguido el hecho de despertarme entre las cuatro y cinco de la mañana con una angustia basada en mis obligaciones de trabajo —aunque la angustia, supongo, es más profunda y, por lo tanto, más compleja—. Me despierto a veces agitado por las secuencias sin ton ni son que se suceden en mi cabeza. Pensamientos en una montaña rusa plena de vértigo, velocidad y, sobre todo, intranquilidad —porque no es euforia lo que siento, sino angustia—. Supongo desde hace tiempo que esto tiene que ver con la gran cantidad de información que mi cabeza recoge durante el día y con la consecuente imposibilidad de procesarla. Le falta calma a la hora de dormir y por ende por la noche vive en el ambiente bullicioso y desaforado de los recreos de mis primeros años en el colegio. Cientos de pequeños alumnos corriendo de un lado a otro de forma estruendosa y sin un rumbo determinado.
Al despertarme de ese modo siempre hago lo mismo. Voy hasta el living y miro por la ventana. Mi interés es el supermercado que está bajando la cuadra, un poco antes de la gran avenida. Después, más allá, se ve la gran estación de trenes, edificios lejanos y bajos —porque es el corredor aéreo de un aeropuerto—, y por fin el río, en proporciones mínimas (si es de día). Si el supermercado tiene su puerta entreabierta, muy de tanto en tanto ingresa una persona a trabajar, y las luces de la marca prendidas, significa que estamos cerca de las seis de la mañana, y lo mismo si se ven aviones que han despegado, ganan altura, giran y se pierden en el inmenso río. Pero anteanoche nada de eso ocurría. La calle que baja estaba sin un alma, el viento corría por los árboles —que todavía conservan sus hojas, no obstante estamos en el otoño avanzado—, y solo el ruido de la fuente debajo de mi edificio, ubicada en una plazoleta, era audible. Suave, feliz, mansa, querida. Me dispuse entonces, con los ojos cerrados, a escucharla.
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