jueves, 15 de mayo de 2025

Mi sobrino.

Fui con mi sobrino a la casa de fin de semana. El tiempo sigue extrañamente caluroso para lo avanzado del otoño: sol y aire tibio, incluso por momentos calientes. Jugamos un tenis fuerte, como hacía mucho no jugaba. El hombro volvió a doler. Después, algo de gimnasio y, por fin, un asado que no terminé de disfrutar porque ya estaba cansado. Quería estar frente a una pantalla, absorto en imágenes sin importancia. Tal vez sea necesario, a veces, abstraerse así. Como si todo formara parte de una película. La vida misma, podría decirse. Una forma de suspender el dolor, el peso, la muerte. Lo curioso es que uno lo haga con cosas tan banales. La intensidad más baja de la vida. Pero debe haber una explicación. Como con todos los fenómenos humanos.

Al día siguiente: desayuno tardío, un rato de calma e ida a San Antonio de Areco. Entramos a la iglesia. Sacamos fotos y notamos que no tenía gran valor artístico. Data de 1860. Recuerdo haber leído en una lápida los nombres de ciudadanos ilustres, con varios apellidos ingleses. Sospecho que fueron pobladores de la zona. Muchos eran ingleses o escoceses. No lo sé ni me importa. El pueblo me remitió a un ambiente de snobismo que no me interesa, aunque me convoca por motivos familiares. Por mi historia, podría decirse. Esa historia de los que buscan validación en los otros. Metas que, con el tiempo, uno descubre estériles. Entonces surgen las preguntas: ¿para qué tanto esfuerzo por conquistar ciertos espacios? Solo para dejarlos e ir a otros. Los mejores espacios, quizás, son los que no se ocupan. Los que se dejan atrás.

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