Fui con mi sobrino a la casa de fin de semana. El clima sigue extrañamente caluroso para lo avanzado del otoño: sol y aire tibio, incluso por momentos caliente. Jugamos un tenis fuerte, como hacía mucho no jugaba. El hombro volvió a doler. Después algo de gimnasio, y por fin un asado que no terminé de disfrutar: estaba cansado. Solo deseaba estar frente a una pantalla, absorto en imágenes sin importancia. Tal vez, a veces, sea necesario abstraerse de ese modo. Actuar uno mismo como si todo formara parte de una película. Una forma de suspender el peso, el dolor, la muerte. Para eso están las cosas banales, supongo. Al día siguiente: desayuno tardío, algo de calma, y después una ida a San Antonio de Areco. Entramos a la iglesia. Sacamos fotos. Notamos que no tenía el conjunto gran valor artístico. Data de 1860. En una lápida, leí nombres de ciudadanos ilustres, varios con apellidos ingleses. Imagino que eran pobladores de la zona. En realidad, Ingleses o escoceses. No lo sé. Y tampoco importa casi. El pueblo, de algún modo, me remitió a un ambiente de snobismo que no me interesa, aunque me convoca por motivos familiares. Mi infancia y adolescencia en especial. Esa historia de los que buscan validación en los otros. Metas que, con el tiempo, se ven estériles. Surgen de ese modo las preguntas: ¿para qué conquistar ciertos espacios? Solo para dejarlos e ir a otros. Tal vez los mejores espacios sean los que no se ocupan y quedan atrás inmaculados.
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jueves, 15 de mayo de 2025
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