Soñé que mi voz adquiría
una manera sólida y grácil,
y al mismo tiempo cariñosa.
Mis versos de pronto eran
una pálida manta que caía
sobre el pasto de un acantilado.
Era el mes de octubre de un día soleado,
tenue y ventoso. Y esa voz, mi voz,
de tan hermosa, era por fin reconocida
por los dioses, que me llamaban
para sentarme a su lado, me palmeaban
el hombro, y me prometían que,
aunque algún día mi corazón
dejase de latir, mis palabras permanecerían
como una muestra de mi meritorio paso
por esta castigada y al mismo tiempo
fértil y amplia tierra.
Y no supe qué pensar de ese sueño.
Ni lo sé ahora. Y tal vez nunca
lo sepa, aunque revelarlo sea
un motivo esencial en mi vida.
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