viernes, 1 de diciembre de 2017

Aceptación

Poemas en Nueva York


*
Me fijo en la manera amorosa como
nos dedicamos a levantar las hojas
que se desparramaron por el jardín,
casi en las inmediaciones de un sendero
cada vez más desbordado por las lluvias ocurridas
en el inmenso y tórrido litoral donde los niños
se empeñan por generar risas en los ciudadanos
que en algún punto de la gran ciudad añoran
cuadros ingenuos
que esconden exóticos animales purificados
por los colores que trae el aceitado atardecer
del comienzo de un otoño
ideado para que cada uno de nosotros
finalmente pueda decir que lo ocurrido
deriva de una mirada que se diseminó
por lo que aún no había aparecido.

Eso implica crear un óleo dotado de una luz
que busca con empeño quedar reducida
por la majestuosidad con que nos encontramos
cada vez que nuestros impulsos, entre hojas enormes,
vuelven a rozar lo que alguna vez estuvo a la par
de un comienzo que hoy se siente lejano.

Un furioso mural que a la vez toca
un punto idóneo para exaltarse gracias
a que la mirada deja de buscar
la devastadora amplitud del día
y se instala en un cauce dorado
donde una vieja perra aguarda
la llegada de su benefactor.


*
El camino por donde
los antiguos aprendices quisieron ir.

Ese impulso se mece en nosotros
al acecho del recuerdo de un espléndido y solitario roble
que por motivos desconocidos se desplomó
sobre una calle apenas iluminada.

Busco cada día esa calle, la prestancia de sus imágenes
en nosotros, los firmes y ansiosos por tocar
lo que alguna vez fue incipiente y tierno.

Ese ímpetu voluminoso que alcanzamos
entre rápidos pasos, asombrados,
llenos de una impecable tibieza
que más tarde quedó alejada del altar
que debiéramos rememorar cada día.

Hablo de la quietud. Ella no debiera ser
-ni siquiera por los actos más tremendos
y primordialmente genuinos-  alterada en su blancura
porque todavía somos ese primer gran día
cuando aún nada, -ni siquiera la palabra-,
nos había tocado.

Eramos suaves y aguardábamos lo que vendría.
Los rutilantes desfiles a caballo, los bailes adolescentes
de la mano. Las fuentes rebosantes de agua.

No hay en ningún valle una acción, ni un recuerdo,
capaz de convencernos de que esa predisposición inicial
ya no nos acompaña. Ni siquiera por el simple hecho
de que deseamos demasiado. Si al fin y al cabo
creemos en las más fugaces contemplaciones.

Porque incluso los míticos sabios, alguna vez,
regocijados, buscaron el poder en la mirada de otros,
e insatisfechos, de pronto, advertidos por la redentora luz
que ofrece el final del día, se voltearon hacia sus propios latidos,
y así, ajados y solícitos, crecieron.

Por eso mejor no adentrarse en juicio categóricos.
No conviene. Mejor dejar que las ninfas desaten
los lazos que nos unen a muelles donde los antiguos maestros
dormían. Mejor dejarlos también a ellos y concentrarnos
en la aceptación de cada límite. Los pálpitos tienen un valor.
El don de lo presentido por obra y gracia de lo que no podemos precisar
y por eso llamamos ternura, fragancia. Dios.

Todo sucedió, imagino, para que estemos hoy,
hombro con hombro, frente al río oscuriéndose,
silencioso en su aplomo, ya no más ensimismados
por las aglomeraciones de seres que buscan un trabajo
estéril y perpendicular que los contenga.

Porque ahora estamos, el uno para el otro,
en la grandeza de una imaginada montaña nevada,
allá lejos, muy lejos de este parque que sobrevive
con el césped castigado y algo crecido.

Ya no hay más demoras en las autopistas junto al río.
Todos fluyen hacia algún lado. Muchos no saben bien
hacia dónde. Nosotros somos uno de ellos.
Debemos agradecer eso.

No hay palabras capaces de decir
esto que digo y sin embargo las busco.
Intento transmitirles la indeleble impresión
de un punzante y colorido cuadro.

Un objeto capaz de ayudarme a llegar a ustedes,
mis hermanos. Los que alguna vez creí brutales,
muchas veces distantes y ahora abrazo.

Tener más compasión cantan los pájaros.
Amanece. Conviene celebrar eso.


*
Un lugar humedecido en donde el sutil diseño
apaisado de los objetos encuentra
la aclamación del arte antiguo.

Me refiero a la posibilidad de comunicar
eso que presentimos y que a la hora de ser entrevisto
se vuelve esquivo.

Casas señoriales con árboles inmensos alrededor.
Las reverenciábamos de jóvenes; creíamos en ellas
de la misma manera que creíamos
en la grandeza de los postulados y los perfiles adustos.

Esas eran las opciones que nos elevarían.
Y así vivíamos. No podíamos hacer algo distinto.
Éramos el producto casi exacto de ciertas ideas.

Pero algo había en nosotros. No sé bien qué.
Una luz tal vez, un punto insistentemente luminoso
venido desde un lugar húmedo y lejano.
Infimo pero extremadamente potente.

Y desde esa luz nació una rosa blanca,
intrépida, frágil por fuera, espléndida por dentro,
llena de la sutil adoración que su íntima luz le daba.

Y con esa rosa descubrimos la diferencia
entre el poder íntimo e invulnerable,
apreciado y solícito, y el que pertenece a los inmensos
sistemas que conforman los hombres para sí
en un intento de alcanzar lo que sus corazones
solo van a lograr por una veta más personal.

Sí, algo distinto vimos nosotros.
Las rosas siempre terminan por iluminar el obelisco filoso
que produce la ferviente angustia que responde a un estado
incluso anterior al dolor, uno que no sé de dónde viene,
pero intuyo responde a vivencias que han quedado
flotando en el río para que las rescatemos.

Nuestros brazos deben volverse tiernos.
La fuerza de las estrellas nos toca.
Todo se equipara en la mente porque
su ferviente potencia moldea el escenario.

Conviene recordar eso: el discurso ostenta
el interés por aprehender lo que está desparramándose
por todos lados continuamente.

Pero eso no es posible.
No es posible alcanzar un discurso a través
de un elemento brutal y verdadero que nos permita
concluir una frase con demasiado énfasis.

Solo el amor sentido nos puede dar algún tipo
de respuesta a nuestras preguntas.

Pero para sentir un amor así hay que trabajar mucho,
mucho más que lo podemos imaginar ahora,
aunque hayamos sentido ya ese tipo de calor
un día en la playa al fin despreocupados de los elementos
que gracias a nuestro abandono nos adoraban.


**
Pasa un viejo tren y no puedo imaginar lo que había
antes del tiempo. Siempre me fascinó el hecho
de que haya búsquedas imposibles, en esencia,
porque la grandeza de Dios relaja cada día
hasta moldearlo en la instrascendencia.

No debiera angustiarnos no tener otro objetivo
que encontrar cada día una lagartija al sol
sobre un piedra espectacularmente blanca
que conserva el rocío de la primera mañana.

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