Los sentimientos, que son tan imprecisos,
agudos, incisivos, son un furor que nos conmueve; de hecho, nos inquietan tanto
que no hay forma de razonarlos. Al menos, según los usos y costumbres que,
gracias a los efectivos sistemas de dominación, nos atraviesan. El resultado de
ese dilema –sentimientos imprecisos versus discursos focalizados en el deber
ser- es bastante triste, y consta de un montón de angustias que toman formas
específicas según la dinámica que atrapa a cada persona.
En lo fundamental, la
tensión se compone con un factor espectacular: la moral. Todo lo honesto, lo
severo. O peor: todo lo preciso que debiera ser uno en sus actos y con sus emociones;
todo lo que uno debería ser pero no es. En esencia, porque uno es –mal que nos
pese- un manojo de contradicciones y dudas –¿qué hacemos en este mundo de la
existencia?, ¿hacia dónde vamos?-, y tantas incertidumbres más. Preguntas que despiertan,
para empezar, y con suerte, cierta ternura. La emoción que nos acerca unos a
otros.
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