Salgo a pasear a mi perra por el barrio cerrado de unos amigos.
Me acaban de mostrar su nueva casa, que es grande, tiene un jardín
también grande y vista al golf. Al entrar y verlos actuar,
noto que espaciosa adquisición, como no podía ser de otra forma,
no termina de encajar con las restricciones espirituales
que han debido imponerse para tener la casa enorme.
Ha sido un día de un calor agobiante y la noche no ha cambiado eso.
Las casas son en general más grandes que en mi barrio cerrado.
Hay más guardias de seguridad y más mosquitos,
más silencio, y más tensión. Recuerdo bien:
acá, hace unos quince años, mataron a una mujer
y nunca se resolvió el crimen.
Ahora, por las pintadas en los carteles de las inmediaciones,
y por que dice mi amigo, me entero que un vecino
atropelló a una mujer en una ruta cercana.
Pies en la energía y en el karma,
y en un punto sideral al que le queremos dar nombre
pero se mantiene a una altura muy distinta.
Más tarde, vuelvo a casa y veo una serie policial.
Transcurre en la india y mezcla religión con crímenes.
Un universo inventado y grotesco, que tiene de bello
los colores de las ropas y las danzas. Con dificultad,
me duermo, y mientras duermo, se desata una tormenta.
Cuando despierto está fresco. Abro las ventanas.
Miro los árboles. Se mueven por el viento;
los pájaros cantan.
¿Existe un momento en el cual
captamos un orden elemental y profundo
y no decimos nada y agradecemos?
viernes, 15 de febrero de 2019
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